@Julio Herranz/ Ha sido una de las noticias que más me ha impactado en lo personal en las postrimerías de este desquiciado y desolador 2014: la muerte por culpa de un incendio en su casa de Bormujo (Sevilla) de Rafael de Cózar, poeta, pintor y catedrático de la Universidad de Sevilla, ya jubilado a sus 63 años. Una muerte absurda que, según dijeron en un primer momento las noticias, confusas, se atribuyó a la explosión de una estufa; pero que más tarde la investigación de la policía precisó que se debió a un cortocircuito de los cables de la instalación eléctrica de su biblioteca en el segundo piso de la vivienda. Al parecer, Rafael estaba en la planta baja, solo en casa, pues su mujer había salido; y al oler el humo subió corriendo para intentar evitar que su querida y gran biblioteca, que tanto le había costado reunir, sufriera algún daño. Pero el gesto instintivo le costó la vida: los bomberos le encontraron asfixiado a causa del humo junto al extintor con el que intentaba apagar el incendio.
Tu biblioteca entonces es el tesoro más preciado de la vida, y por ella somos capaces de arriesgar acaso más de lo que deberíamos. Como, lamentablemente, ha sido el caso del malogrado poeta.
Un caso terrible que sólo pueden comprender en su dimensión íntima los verdaderos amantes de los libros, los auténticos ‘lletraferits’ (me gusta más la expresión en catalán que el ‘letraheridos’ castellano), capaces de casi todo por atesorar ejemplares únicos o especiales, obras que dan sentido a nuestra vida y que buscamos en librerías de viejo o en donde sea con tesón de detectives y pasión de enamorados. Tu biblioteca entonces es el tesoro más preciado de la vida, y por ella somos capaces de arriesgar acaso más de lo que deberíamos. Como, lamentablemente, ha sido el caso del malogrado poeta.
Conocía a Rafael de Cózar desde finales de los 70, pero le había perdido la pista, salvo por alguna presentación de libros casual durante mis vacaciones en el sur. Nacido en Tetuán, pasó gran parte de su juventud en Cádiz. Y fue por esa circunstancia generacional por la que compartimos participación en 1980 en la antología Qadish, muestra de la joven poesía gaditana, editada en el Puerto de Santa María por la Fundación Municipal de Cultura. Mirando el ejemplar que guardo en mi biblioteca, veo, curiosamente, que Rafael viene justo detrás de mí y con una serie de poemas juveniles que apuntaban maneras, vislumbrándose ya al buen poeta que sería con el tiempo. Actividad que alternó con la pintura, el ensayo, la poesía visual, un experimentalismo vario y (según me enteré por la noticia de su muerte) la novela, genero que suele tentarnos a los poetas a partir de cierta edad. En algunos casos con notable fortuna, como en mi buen amigo Felipe Benítez Reyes, que también figuraba en Qadish.
Le miro y la nostalgia se dispara hacia aquellos años de la inocencia, cuando salíamos de la dictadura con ganas de comernos el mundo.
Físicamente, Rafael había cambiado mucho de como era en 1980. Su foto en la antología es la de veinteañero de rostro afilado, mucho pelo y una mirada curiosa y algo desafiante. Con más pinta de rockero que de poeta. Claro que la mía también dista bastante de mi imagen actual, aunque no tanto como la suya por lo que he visto estos días los medios y en internet. Le miro y la nostalgia se dispara hacia aquellos años de la inocencia, cuando salíamos de la dictadura con ganas de comernos el mundo. Y hasta sus versos de entonces cobran un significado singular al leerlos ahora. Como éstos de 1971 que abren el primer poema de los que seleccionó para aquel ya amarillento y lejano Qadish: «En cada fuego diminuto en cada noche/ a calentar mis manos en sus ascuas vengo». Una metáfora bien triste y terrible al leerla hoy.