@Susana Prosper/ De niña me mordió un besugo. Lo pasé fatal, se me infectó y todo. Una mañana encontré a mi madre empezando a preparar un fabuloso besugo. Era enorme, tenía unos ojos brillantes realmente grandes. Los besugos tienen unos ojazos inmensos. No sé qué años tendría yo, pero no muchos porque recuerdo que los ojos del besugo, que estaba tumbado en la encimera de la cocina, quedaban a la misma altura que los míos. Me miraba muy serio. Muy fijamente. Mientras mi madre picaba cebolla y seguía a sus cosas, yo observando a aquel pez, me imaginé buceando en el mar. De pronto, me encontraba de frente con aquel monstruo marino que preparando su ataque me miraba sin pestañear. Tan metida estaba en aquella historia del besugo asesino, que le abrí la boca, le introduje un dedo y la cerré fuertemente al grito de “¡Aummm!” Me dolió tantísimo aquel mordisco que no pude decir ni un “ay”, simplemente empecé a llorar horrorizada, sin atreverme a sacar el dedo de las fauces de la bestia. Cuando mi madre se giró y vio aquello, no se lo podía creer. “¿Pero estás tonta?”
Liberar el dedo no fue fácil, los dientes estaban perfectamente hincados. El dolor era insoportable. Yo veía que mi madre estaba entre enfadada y preocupada, no sé si por mi herida o por tener una hija tan fantasiosa. El caso es que aquello se infectó a pesar de las curas, y al final me tuvieron que llevar al médico. Ahí estaba mi madre, otra vez, entre enfadada y preocupada, pero sobre todo, pasando el mal rato de tener que decir en una clínica en pleno centro de Madrid, “Pues mire, que resulta que a mi hija le ha mordido un besugo… ”
De pronto, me encontraba de frente con aquel monstruo marino que preparando su ataque me miraba sin pestañear. Tan metida estaba en aquella historia del besugo asesino, que le abrí la boca, le introduje un dedo y la cerré fuertemente al grito de “¡Aummm!”
Y es que en la vida, de pronto, te ves en situaciones que no sabes ni cómo explicar. De todos es conocida la famosa frase: “Cariño, esto no es lo que parece”. Y ciertamente, alguna vez no lo es.
Bastantes años después de lo del besugo, no sé que años tendría yo, pero recuerdo que la encimera de la cocina ya me llegaba a la altura de la cadera, mis padres me dieron permiso para salir con mis amigos una noche hasta las dos de la madrugada. Estaba feliz. Salí, bailé, reí y controlé la hora para llegar a casa puntual y así poder repetir aquella experiencia. Y sí, al portal llegué a las dos, pero a mi casa entré hacia las cinco y media. Nunca olvidaré la cara de mi padre sentado en el salón semi a oscuras. Serio y callado. Imagino que aliviado de verme entrar, pero horrorizado de encontrarme sudorosa, sofocada y con cara de agotamiento. Tragando saliva conseguí decir “Papá, llegué a casa a las dos, pero desde entonces hasta ahora he estado con el sereno”. A mi padre se le desencajó la cara. El sereno era un hombre mayor y feo. Enjuto y bruto, pero muy amable, eso sí.
Y era cierto. Cuando llegué al portal, vino el sereno corriendo por la acera para advertirme de que se había ido la luz de todo el barrio. Como yo vivía en un décimo piso, subir a oscuras tantas escaleras no era cosa fácil, así que se prestó a acompañarme. Fuimos subiendo alumbrados por su linterna. Llegando a la séptima planta vino por fin la luz. Qué alegría. Entonces vimos que el ascensor estaba justo ahí. Qué suerte. Él entro para comprobar si funcionaba y yo esperé fuera. Pero no sólo no subía ni bajaba, sino que se atrancó la puerta y allí que se me quedó encerrado el sereno enjuto. Me explicó a gritos, ya que era un ascensor de doble puerta y no le oía nada, que bajara al sótano a por una llave especial que abría los ascensores. Bajé, no la encontré, subí a decírselo. Me hizo volver a bajar, no la encontré, volví a subir. Y así, subiendo y bajando escaleras, me pasé el resto de la noche. Hasta que por fin di con la dichosa llave y salvé al pobre sereno, que según me contó después, sufría de claustrofobia.
Bajé, no la encontré, subí a decírselo. Me hizo volver a bajar, no la encontré, volví a subir. Y así, subiendo y bajando escaleras, me pasé el resto de la noche.
La cara de mi padre, según le iba contando, desesperada, mi noche espantosa, iba cambiando de la seriedad más horrible a la risa más divertida. Cuando me acosté rendida, oía desde mi cuarto a mis padres cuchichear y reír. No entendí tanta guasa. En aquel momento yo no le encontraba ninguna gracia a tantas horas de desgracia.
En fin, que es cierto que no siempre todo lo que parece ser, es. Por eso, de primeras, suelo creer todo lo que me cuentan. Aunque cuando escucho hablar a los políticos, procuro armarme de la misma paciencia que el pobre sereno encerrado, porque es que hay alguno que le echa más imaginación al tema que yo a aquel enorme besugo.
Como siempre te sales, me encanta te reflexión.
Como siempre te sales, me encanta te reflexión.
Gracias Puri!
Gracias Puri!