«Vivir porque, a veces, en las tardes de lluvia, todo se vuelve turbio: los escaparates, los rostros de una infancia tan lejana y tan cruel como un día sin libros con que mirar la vida a través de otros ojos.»Puede que mi nombre y mi (cada vez más difícil de ignorar) físico ofrezcan, si bien no del todo conscientemente, cierta predisposición sosegada a pensar que la cultura norteamericana no me es del todo ajena. Dicho de otra forma, que un británico es más o menos lo mismo que un norteamericano de la misma manera que un coreano (sur/norte) no deja de ser para el europeo medio/miedo un chino, más espabilado/oprimido pero chino al fin y así. (Puestos a generalizar, sólo los franceses son franceses y no otra cosa, pero de esto podemos hablar otro día, si les parece.) Pues no. Servidor tuvo su primer contacto con un americano a los 17 años (y no fue ¿afortunadamente? con Woody Allen). Él era cliente y yo camarero (soy ibicenco y escritor) y tuve la sensación de haberle servido, y que Sting me perdone, a un alienígena (excelente propina, eso sí). No he estado en Estados Unidos y aprovecho cada ocasión que puedo para despotricar contra sus guerras y su paso de todo medioambiental, por lo general a través de Facebook o Blogger, gracias al excelente rendimiento de mi PC (sí amigos, servidor sigue defendiendo güindous). A lo que voy, que adoro los Estados Unidos de América, país que dio a luz a Breaking Bad, a George Saunders y a Amy Adams [—oye, Ben, que Amy Adams nació en Italia. —No jodas. —Sí, sí. —Vaya. Pero está buena. —Ya te digo. —Sí; esa escena en ‘The Master’, ¿eh? —Ja, ja, y que lo digas. —Sí… —Bueno, eso, que cuidado con lo que dices. Ciao.] y me muero de ganas de ir algún día. Mientras tanto consumo toda la literatura que puedo que hable de ese gigante prepotente, consumista y maravilloso, y celebro los libros —muy pocos— que satisfacen este terrible dolor famélico que arrastro, a saberse que la gente crea, por lo general —si bien no del todo conscientemente— que yo conozco bien América cuando la verdad es que no tengo ni pajolera idea.
Es por eso que Barra americana, el libro de Javier García Rodríguez (Valladolid, 1965), me ha gustado tanto. Porque satisface mis ansias de pasear por Chicago, de irme de Spring Break a Florida, de tomar «café [sic]» en un Mc Donald’s y de «comprar el New York Times en la máquina que hay en West Street frente a Dugan’s Deli». Y todo por menos de 20 dólares. ¿Qué es Barra americana? ¿Es un diario? Stop. Aunque usted no lo sepa aquí la reseña se ha interrumpido [—Uy, qué serio te has puesto Ben, venga, piensa en Amy Adams. —Ja, ja, cómo me conoces, cabroncete. —Hombre, son unos añitos ya…]. Decía que aquí la reseña se ha interrumpido porque he dedicado un rato o ratejo a leer con detenimiento y por encima diferentes reseñas de Barra americana en Internet. Antes de escribir una reseña, o lo que sea que es esto, procuro no leer nada sobre el libro. Cuando ya tengo claro lo que modestamente opino, empiezo a escribir, y hacia la mitad dedico un tiempo a leer cosas en Internet, no fuera siendo de que ya tú sabes, me se escapara algún dato importante, algo que no sería raro dado que soy un aprendiz de lector y un aprendiz de aprendiz de reseñista. Y tengo que decirlo: se me han quitado las ganas de leer Barra americana y eso que ya la había leído y disfrutado; ¿Hace falta haber leído a David Foster Wallace para disfrutar de Barra americana? ¿Se puede leer Barra americana sin tener en cuenta la aproximación posmoderna a la impostura de la subjetividad del yo? ¿La hermenéutica de la leche+cacao+avellanas+azúcar es indispensable para viajar con Javier García Rodríguez [sic] por Iowa en un Subaru blanco pilotado por un griego impasible? Pues no, sí y no. Mira, ya se me han quitado las ganas de explicarme. Barra americana es un libro inclasificable, una novela/diario/recopilación de cuentos/libro de viajes que recomiendo encarecidamente, porque es inteligente, divertido –sobre todo–, está muy bien escrito y cuenta con el privilegio de la mirada analítica y cómplice de un autor que debe ser un lector extraordinario y que ha sabido intercalar la obra de muchos otros escritores en sus páginas con gracia, elegancia y talento. Yo no sé si es o no es de la generación nocilla o si es literatura nocilla, si eso es bueno o es malo, pero escribe muy bien, oye, y espero que lo siga haciendo hasta que palme yo, luego me da igual.
Yo no sé si es o no es de la generación nocilla o si es literatura nocilla, si eso es bueno o es malo, pero escribe muy bien.
No quiero acabar sin destacar la edición de Editorial Delirio, casa mía como ya saben algunos, pero hay que decirlo porque es así: es un objeto precioso; cuidadísima tercera entrega cuadrada de su colección de narrativa (parece que sí, que los libros cuadrados son legibles, que no te pasa nada malo por leerlos) y magnífica apuesta editorial recuperar este libro del catálogo de la tristemente desaparecida DVD Ediciones (Barra americana se editó originalmente en 2011, un año antes de que la editorial cerrara). No voy a decir más. Lean este fragmento y, si encuentran algo mejor, cómprenlo y envíenme un email para decirme el título. Gracias.
«Pasan, mientras, a nuestro lado grupos de pilotos y azafatas de cabello rubio con la altiva seguridad y los confiados mohines que parecen aportarles su impecable uniforme azul marino, sus medidos tacones y sus maletas de diseño. En su sonrisa descarada, en su tono de voz, en su porte carente de toda discreción van destilando años, siglos de dominio. Su cara de felicidad no es producto solo de un asumido rango social o económico superior, sino reflejo de una herencia, una tradición, un orgullo de raza tan intrincado que ellos mismos negarían tener porque son incapaces de verlo (les ha llegado con el biberón, con la canasta de baloncesto en el jardín, con las zapatillas de marca, con las fiestas de fin de curso, con las universidades privadas, con los oficios religiosos protestantes, con los discursos de sus presidentes). Y al mirar cómo la limpiadora hispana —zapatillas marrones, calcetines azules no del todo subidos y bata del mismo color que deja ver sus rodillas, pelo recogido en una cola de caballo— los observa de lejos y no hay odio en sus ojos, ni envidia, ni rencor, sino solo admiración y respeto, y después cruza la mirada con ellos y baja los ojos al instante, como temiendo haber invadido un espacio de felicidad que no le corresponde, entonces me doy cuenta de que sí, de que tal vez todo sí está perdido.»
La semana que viene: Los extraños, de Vicente Valero.
Editorial Delirio, 2013
180 páginas
PVP. 13,90 €