EFE / Una década más tarde de su última novela, el barcelonés Pedro Zarraluki regresa al género con La curva del olvido, una historia que ubica en el verano ibicenco de 1968, en la que enfrenta a dos generaciones con sus «miedos, esperanzas y problemas».
En una rueda de prensa celebrada este viernes, Zarraluki, con numerosos reconocimientos en su haber, como el premio Nadal, ha señalado que ha trabajado más de dos años en su nuevo artefacto literario, al que acabó de dar las últimas puntadas durante el confinamiento, que le pilló en Barcelona, a pesar de que desde hace unos años también reside en la pequeña localidad ampurdanesa de Camallera.
«En aquellos dos meses del año pasado yo cada día me iba a Ibiza y estaba allí sin pandemia, sin nada, en la playa, lo que era maravilloso y me permitió darle mucho tirón a la novela, mucha caña. Era cambiar totalmente el chip«, ha desvelado hoy.
Publicada por Destino, en La curva del olvido, un título que tomó de un artículo de periódico, el lector conocerá a Vicente Alós, un arquitecto separado y padre de Sara, y a Andrés Martel, que acaba de enviudar y vive con su hija Candela, en un viaje a Ibiza, en el que recalarán durante varias semanas en un pequeño hotel, junto a una cala desierta.
Autor que piensa que «si no tienes nada interesante que decir, mejor permanecer callado», se sentó ante el ordenador cuando tuvo claro que esta historia la protagonizarían dos hombres y dos mujeres, los primeros, con más de cincuenta años y «con toda la vida por detrás, mientras que ellas, sus hijas, de 19 y 20 años, lo que tenían era toda una vida por delante».
Optó por ambientarla en julio de 1968 y en la isla pitiusa porque es un lugar que conoce muy bien desde que era niño y pasaba allí las vacaciones con su familia, y la época porque «fue históricamente apasionante, saliendo del mayo francés, después de que hubieran asesinado a Robert F. Kennedy o de que Guinea Ecuatorial se hubiera independizado de España».
Aunque no aborda la actualidad, Zarraluki ha reconocido que las personas de su generación -él es nacido en 1954- han tenido «mucha suerte, viviendo una época de cero conflictos, de relativo bienestar. Yo tuve un pisazo descomunal en el Eixample, y eso que ganaba cuatro duros, mientras que los jóvenes de ahora tienen un problema de vivienda que es escandaloso, y un problema de trabajo, aparte de la angustia de siempre sobre qué querer ser en la vida».
La idea que tenía en mente mientras iba desarrollando el relato era la de mostrar cómo evolucionaban los personajes porque aunque tienen mucha vida en común, «son muy diferentes entre sí».
Mientras una de las chicas es «muy vitalista, se relaciona con todo el mundo, lo vive todo con pragmatismo, es muy alegre y echada para adelante, la otra es más etérea, delicada, tímida, más sensible».
Todas tienen la vida por escribir, pero «se enfrentan a ello con una actitud muy distinta y se trataba de ver cómo les iba a cada una».
De igual manera, los dos hombres, con secretos que se irán desvelando a lo largo de la trama, son muy diferentes, puesto que el arquitecto es «muy egoísta, no sabe de nada, aunque vive bien y sabe disfrutar de la vida, mientras que Martel es muy culto, sabe de todo, pero no disfruta de la vida».
«Lo que tiene de maravilloso la novela -ha argumentado el escritor- es que así que vas avanzando vas conociendo a los personajes, te vas relacionando con ellos y al final sabes cómo piensan, cómo se expresan, cómo se mueven o cómo reaccionan ante las cosas. Por todo ello, siempre corrijo la primera parte de la novela, porque cuando llego al final conozco mucho a mis personajes y tengo que revisar todo lo escrito al principio».
Pedro Zarraluki ha afirmado que es la novela con la que mejor se lo ha pasado a la hora de perfilar y convivir con los personajes, estableciendo una relación de conocimiento, «de sentirlos vivos, de que respiren».
Sin embargo, tampoco ha escondido que tiene nuevas ideas en la cabeza y que ya tiene ganas de conocer a otros.
En la novela, con el característico toque de humor de Zarraluki, además de los cuatro protagonistas, aparecen secundarios de lujo como la propietaria del establecimiento en el que se hospedan, una mujer malcarada pero buena persona, así como un pintor que ejerce como camarero.
Asimismo, hay un homenaje a Juan Marsé, «uno de mis maestros», del que ha resaltado que de Últimas tardes con Teresa, además de lo que cuenta, destaca su primera portada, «una imagen tomada desde la Pedrera, en un picado, por parte de Oriol Maspons y que fue muy impactante en su momento por su modernidad, que es lo que hace que una de las jóvenes de este libro lo escoja para leerlo».