Nos hacemos mayores, nos azotan pandemias, pero llega la segunda semana de octubre y algunos locos sabemos que, durante 11 días, nuestra vida se interrumpirá, se pondrá en stand by, para pasar a vivir en un mundo paralelo: el microuniverso del Festival de Cine Fantástico de Sitges.
Tras la edición del 2020, la que los pocos que acudimos recordaremos como la primera en la que casi nunca una cabeza nos tapaba los subtítulos, pandemia mediante, este año ha vuelto la normalidad. O, al menos, un gran porcentaje de normalidad. Con el aforo permitido al 70%, las entradas volaron y el Festival ha vuelto a ser lo que siempre fue: hordas de espectadores arriba y abajo del pueblo, celebrando como un gol en el descuento conseguir una entrada a 11 euros para una película húngara en blanco y negro de la que, una hora antes, no habían oído hablar jamás. Pero “es lo que quedaba”. Son nuestras costumbres y hay que respetarlas.
El caso es que esta edición nos ha reconciliado con la vida, por su parecido por el mundo pre-pandemia. Sólo las mascarillas mantenían el Covid latente en unas salas casi a rebosar, con personas deseosas de volver a vivir. Y bien que lo saben los restauradores, que hay ganas: las latas de cerveza a tres euros vuelan que da gusto en el chiringuito anexo al Melià, centro neurálgico del Festival. Incluso a mi, acostumbrado a la tasa “magia de Ibiza”, me parecen caras. El año que viene, a 4. La magia de Sitges.
En cierto modo, bromas aparte, el festival de cine de género más importante del mundo tiene realmente la magia. La de, por ejemplo, cruzarte en el cuarto de baño con el actor al que acabas de ver en la pantalla. La de fantasear con darle en mano un guión tuyo a Paco Plaza, que lo lea y le entusiasme (spoiler: al final te puede la vergüenza y el guión sigue muerto de risa en tu PC). La magia de vigilarle el café un minuto, para que no lo retiren de la mesa, a Almudena Amor, protagonista de La abuela y El buen patrón, y futura chica de moda del cine español, y robarle a cambio un selfie. O la de no saber en qué día vives, cuando solo te preocupa si te saltas la película taiwanesa de las 6 de la tarde para tomar algo.
Con el público, la alegría y los invitados de vuelta, la principal víctima de la pandemia ha sido la tradicional Zombie Walk, un año más suspendida para evitar aglomeraciones. Pero los zombies han sido sustituidos por las calles por otros personajes más millenials (o zentenialls): unos ¿jóvenes? Ataviados con trajes rojos, quasi teletubbiescos, con símbolos tapándoles los rostros. Sí, los del Juego del Calamar. Renovarse o morir.
Por cierto. Que hemos visto películas. Muchas películas. Pero de eso hablaremos en la segunda parte.
Por Raül Medrano