«Sé que en este festival se suelen aplaudir las muertes, cuanto más violentas, más ovación. A mí me gustaría que aplaudáis los polvos. Mejor, ¿no?»
Sólo en un lugar con el Auditori del Melià de Sitges se puede oír un discurso de presentación de un estreno mundial así. Lo pronunció Thibault Emin, director de Else, pero podría venir firmado por cualquier otro. Aunque, siendo francos, cambiar unas rutinas/rituales forjados a lo largo de varias décadas se antoja complicado.
Un año más, he tenido el placer de pasar unos días en esa burbuja a pocos kilómetros de Barcelona donde, como por arte de magia, o de celuloide, desaparecen problemas, ansiedad y rumiaciones varios para dar paso a preocupaciones tan trascendentales como: «¿Qué vamos a ver ahora? Una cosa india de una niña monstruo», «¿dónde comemos?» o «¿nos da tiempo a tomar una caña?». Qué fácil la vida así.
Para los que no han estado nunca en el Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya (llamémosle Festival de Sitges a secas), puede parecer una cosa de frikis, nerds o psicokillers en potencia. Ojo, una pequeñísima parte de razón tienen, en los dos primeros puntos. Aunque los tiempos cambian, la edad media de las decenas de miles de espectadores que pasan por caja ha bajado dramáticamente y la estética esa que todos imaginan de hombre, varón, entrado en edad (y posiblemente en peso) y de rigurosa negra indumentaria ya es (casi) historia. Quedamos, eso sí, algunos orgullosos reductos (en cuanto a la edad, que queremos ser molones aún vistiendo).
Como digo, el Festival, como nuestros festivales diarios de música electrónica, ha mutado con los años. Incluso el clima lo ha hecho, invitando a apurar el veroño en las bonitas playas del municipio en las mismas fechas en que hace años se hacía imprescindible la chaqueta. Ahora lo sigue siendo, por cierto, pero dentro de las salas, que se erigen en lagunas glaciares de las afueras de Reykjavik verbigracia del aire acondicionado. O otra cosa que muta también (y aquí entendemos un rato de eso), los inflacionadísimos precios del bar del Hotel que acoge el grueso del festival, con sus 3,50 euros una cerveza o un refresco en lata y vaso de cartón o los 28 eurazos del menú del mediodía. Pelín carete. Ese mismo menú buffet, hace 4 años, CUATRO, valía 15 euros. Subida de más de un 86%. Ni tan mal.
Hay cosas que ni cambian. Como la magia (aquí la manida palabra sí calza) de, por ejemplo, comer en un bar del pueblo con el conocido actor Javier Botet (sí, el del cuerpo raro, sí, la Niña Madeiros de [Rec]) en la mesa de al lado. O tomar un café con Mike Flanagan (director de La maldición de Hill House, Oculus o Hush) a dos metros. O cruzarte con la pobre Nancy, todavía intentando escapar de Freddy Krueger en sus pesadillas, en un pasillo. Eterna Heather Langenkamp.
Inevitable también es el anual Zombie Walk, donde miles de personas se dan un paseo por el pueblo vestidos y maquillados como no-muertos. Por cierto, el ibicenco Adrián Cardona y los suyos exhibieron músculo en su festival fetiche y se vuelven a la isla con un merecidísimo premio en el bolsillo.
Para mi este ha sido mi 23° festival. Desde mi primera vez, allá por el año 2000, he visto centenares de películas y, sobretodo, acumulado vivencias y anécdotas. Sólo en Sitges un director afamado como Nacho Vigalondo hace que un millar de espectadores le dediquen un fuck you, peineta mediante, a un actor por su ausencia en la presentación de la película. Desgraciadamente, tras ver su anticarismática actuación ese fuck you tomaba otro dramático significado. Pero esa información no le llegaría al actor, supongo.
Toca dar carpetazo ya a una semana de burbuja vital. Hotel reservado para 2025, y retorno a la vida normal, dónde no hay criaturas fantásticas, realidades paralelas, psicho-killers ni alienígenas. Casi mejor.
PD. Se aplaudieron los coitos de Else, sí. También las decapitaciones y desmembraciones. Lo sentimos, amigo Thibault.