A pesar de que la concienciación sobre la salud visual de los niños está cada vez más extendida, lo cierto es que ocho de cada diez padres de un niño con problemas de visión ignora que su hijo no ve bien, dado que, en muchas ocasiones, las patologías oculares en la población infantil pasan desapercibidas durante mucho tiempo. En el caso de la ambliopía (ojo vago), por ejemplo, como se suele dar en un solo ojo, los niños no se quejan porque compensan su visión con el ojo sano, lo que suele generar una sorpresa para los padres en el momento del diagnóstico.
“El principal problema de no realizar las revisiones oportunas es que no detectaremos a tiempo aquellas alteraciones visuales que puedan dejar una secuela irreversible”, indica el Dr. Javier Fernández, oftalmólogo de Clínica Vila Parc. “Una ambliopía detectada tardíamente no va a responder adecuadamente a los tratamientos disponibles y puede limitar la agudeza visual de manera permanente para toda la vida”, añade.
Además de los efectos irreversibles, las patologías no tratadas pueden tener una importante repercusión negativa en el rendimiento escolar, ya que un niño que no ve bien deja de prestar atención a la información que se le presenta porque no es capaz de procesarla correctamente. A veces podemos pensar que hay desinterés por parte del niño, cuando en realidad su bajo rendimiento escolar puede ser debido a un defecto de graduación. “La primera dificultad para detectar si un niño tiene algún problema visual es su incapacidad para expresar que no ve bien, ya que no es consciente de su limitación: lee borroso, le cuesta concentrarse en la lectura, no presta atención en clase, pero él no conoce otra cosa y piensa que es normal”, señala el Dr. Fernández.
En este sentido, una revisión precoz de la salud visual es imprescindible para evitar problemas de aprendizaje, siendo la más importante aquella que establecemos entre los 3 y 5 años, la etapa más crucial del desarrollo de la visión. “La maduración visual requiere de un largo aprendizaje que se inicia en el nacimiento y finaliza aproximadamente a los 8-9 años de edad. Lo que no aprendemos a ver en la infancia no se va a recuperar posteriormente en la edad adulta”, apunta el especialista.
El efecto de las pantallas
El mayor desafío para la oftalmología hoy en día es controlar el “boom” de pacientes con miopía que se espera para los próximos años, fruto del estilo de vida contemporáneo, en el que las pantallas ocupan un lugar decididamente predominante.
Pasar muchas horas seguidas trabajando en distancias cortas (con móviles, tabletas…) provocan más fatiga visual y es uno de los motivos por los que la miopía en nuestra población va en aumento. “El ojo miope se siente cómodo en distancias cortas, por eso el exceso de trabajo en esas distancias produce un mecanismo compensatorio en nuestros ojos que nos lleva a “pseudomiopizarnos” para poder leer más horas seguidas”, explica el Dr. Fernández.
Por otro lado, cuando estamos ante pantallas recibimos más luz directa y brillos, fijamos más la visión y parpadeamos menos. Todo ello afecta directamente a la superficie ocular, la cual se lubrica peor bajo esas circunstancias, produciendo síntomas típicos de sequedad ocular, como irritación ocular, picores o visión borrosa.
En este sentido, el oftalmólogo de Clínica Vila Parc recomienda tener unos buenos hábitos con las pantallas desde la infancia, evitando que los niños de menos de 3 años utilicen dispositivos electrónicos y permitiendo el acceso a los niños de 3 a 6 años un máximo de una hora diaria. De los 6 a los 16 años el tiempo máximo debería ser de 2 horas, incluyendo descansos periódicos. “Si mejoramos nuestros hábitos, reduciendo el uso de pantallas en aquellas edades más sensibles, realizando más actividades al aire libre para no fomentar las tareas en visión próxima, estamos previniendo futuras miopías”, sugiere.
Enfermedades prevenibles
Las alteraciones visuales más habituales son la miopía, la hipermetropía y el astigmatismo, que son los defectos de graduación que podemos corregir con gafas.
Por otra parte, la ambliopía (“ojo vago”) es una alteración frecuente en la que se frena el desarrollo visual del ojo debido a la ausencia de un estímulo visual correcto. “Cuando algo interfiere en la visión durante el período crítico de su desarrollo, lo que sucede es que el cerebro entiende que esa imagen que recibe es errónea, no la procesa como tal y empieza a omitir las imágenes que le van llegando de ese ojo, frenando su desarrollo visual”, señala el Dr. Javier Fernández.
Todas estas patologías son prevenibles en mayor o menor medida. A pesar de que hay una cierta predisposición sobre la que no se puede actuar cuando el niño nace con un defecto de graduación, sí que se puede prevenir que ese defecto genere una disminución de la visión que sea permanente e irreversible, siempre que se detecte el problema a tiempo.
Para ello serán imprescindibles las revisiones periódicas. La más importante es la que se realiza entre los 3 y 5 años, en la cual se pueden detectar patologías importantes, como el ojo vago. Si existen precedentes de patología ocular en la familia, se sugiere comenzar con las revisiones anuales entre los 0 y los 3 años.
A partir de los 6 años en adelante, y durante el período escolar, es aconsejable una revisión anual, ya que en este periodo pueden aparecer defectos visuales como la cada vez más prevalente miopía.
Enfermedades como la hipermetropía y el astigmatismo suelen permanecer estables en el tiempo, mientras que la miopía puede ir progresando año tras año, lo que obliga a ir actualizando la corrección de las gafas o plantear un tratamiento en aquellos casos con progresiones anuales muy elevadas para intentar frenarlas.
En el caso del ojo vago, es un problema que se va a manejar hasta que se complete el desarrollo visual, a los 8 o 9 años. A partir de ahí, la visión que hayamos podido recuperar es la que vamos a mantener durante el resto de la vida.