Por D.V: Juanjo Castro estudia atentamente su Biblia particular: el diario Sport. Hay pocos visitantes hoy en s’Alamera y el ordenanza de esta sala de cultura tiene que matar el rato leyendo los pormenores del estado físico de Messi o las conjeturas sobre el futuro de Mourinho. No es un día cualquiera: hoy cierra esta sala de cultura y, lo que es peor, Juanjo pierde su trabajo y pasa a engrosar el club más amplio y que más miembros tiene en este país, más numeroso aún que el Barça o el Madrid: el Club del Paro.
“Hoy está muy tranquilo pero el jueves, que fue festivo, entraron 172 personas”, el ordenanza apunta meticulosamente todo aquel que entra en la sala. Su método es sencillo y efectivo: los cuatro primeros visitantes son un palito vertical y el quinto es un palito horizontal. En su carpeta tiene apuntados el número exacto de visitantes que ha tenido s’Alamera cada uno de los días de los últimos diez meses: “El viernes entraron 47”. Juanjo Castro me recita las cifras con el legítimo orgullo de quien hace bien su trabajo, de quien es cumplidor. Le pregunto si los visitantes de s’Alamera son educados: “En algunas ocasiones alguien me ha pedido si se podía llevar un cuadro para hacer una reproducción. Y también hay que vigilar que no toquen los cuadros. En esta exposición, por ejemplo, hay un cuadro que todo el mundo quiere tocar, un cuadro muy apetecible, y hay que estar al loro. Por lo demás, es un trabajo muy tranquilo, suerte que siempre me traigo lectura”.
El famoso cuadro apetecible y que todo el mundo quiere tocar es uno de Marta Torres, una evocación en relieve de una fachada de Dalt Vila. Es una pieza destacable dentro de la muestra ‘S’Alamera: present i futur’ que recopila muestras de los fondos artísticos del Consell, y en el que encontramos obras de Vicent Calbet, Carles Guasch o Chico Prats, maravillosas fotografías de paisajes de Vicent Guasch i Joan Costa, o las fotos que Josep Maria Subirà hizo de la Eivissa en plena transformación de finales de los años cincuenta.
Réquiem en familia
S’Alamera no se va en olor de multitudes. Se podría esperar que, al tratarse del último día, la asistencia de visitantes sería masiva. No es así. No obstante, se produce un goteo continuo de curiosos que realizan una visita rápida, como si se despidieran del lugar.
“Es un pena que esto se acabe” comenta Vicent Boil, un artista que ha expuesto en estas paredes, “es de las pocas salas dignas que quedan para exhibir en Eivissa. Que la cierren será una catástrofe. Creo que en su lugar pondrán una tienda del Ushuaïa. Es el destino de esta la isla”.
La expresión es una pena se repite como un mantra entre todos los visitantes interrogados. “Es un pena” dice Luis Vidal, “he venido aquí muy a menudo, he visitado casi todas las exposiciones. Me parece mal que cierren”. “Es una pena grande” me comenta Ed Handler, una aficionada alemana al arte, “no había sitio mejor para las exposiciones. No creo que la isla salga ganando con el cambio”.
Los visitantes se encogen de hombros aceptando los hechos como si fueran una fatalidad que hay que aceptar, de la misma manera que se acepta la gravitación universal. La CAM quebró y el Grupo de Empresas Matutes aprovechó la circunstancia para comprar el local. Son los dueños y tienen todo el derecho del mundo a usar estos locales. Las cosas funcionan así y no hay que darle más vueltas.
Cuando abandono la sala ya no queda nadie en s’Alamera, sólo el ordenanza. Es su último día de trabajo. Le comento que he hablado con la consellera de Cultura y que está intentado encontrar un espacio alternativo donde volver a abrir la sala. El ordenanza esboza una sonrisa triste: “pues espero que sea verdad, y que si necesitan a alguien que me llamen”, y reanuda la lectura del Sport. Ya que cierra s’Alamera y no hay trabajo, al menos que gane el Barça.