@Vicent Torres / Los tiempos cambian, es algo inevitable. Las iglesias están perdiendo la batalla de las nuevas generaciones. Sus adeptos son cada vez mayores y cada vez suman un número más escaso. Los templos han pasado de ser un lugar de culto a una nota exótica dentro de una vida que circula a altas revoluciones. Sin embargo, hay ciertos días señalados en el calendario (las festividades siguen teniendo en España un evidente carácter religoso) en los cuales la fe vuelve a mover montañas.
El 1 de noviembre, la festividad de Todos los Santos, es uno de esos días especiales. Una jornada en la que los lugares de descanso de los seres queridos aparecen más coloridos que nunca. Los camposantos que lucen más desaliñados durante otras épocas aparecen tapados de un manto natural. El aroma a crisantemo y la fragancia del resto de flores de temporada invaden estos lugares sagrados y hacen resurgir recueros de lo más profundo de la memoria.
Cerca del mediodía, la iglesia de Sant Miquel ya ha tenido mucha más actividad que en las semanas anteriores. La memoria revive en los nichos de las personas que fallecieron hace décadas: «Aquí están enterrados mis padres y mis abuelos», asegura Antonia Tur, mientras acerca un ramo a cuatro fotos en blanco y negro.
Tur, Marí, Torres, Roselló, Guasch, Ferrer y Palau se repiten de una manera que llega a ser cómica esculpidos en la piedra y el mármol. Pequeños detalles recuerdan que la sociedad ibicenca es muy diferente a la de hace décadas. Los que acuden durante la jornada también: no hay ni rastro de los jóvenes más allá de los que llegan con sus progenitores.
Dos padres afirman que quieren que sigan estas tradiciones «tan ibicencas». Eivissa, pese a que en otra medida del resto de pueblos rurales de España, forjó su corazón alrededor de las iglesias, que eran el único punto de encuentro -junto a algunas pequeñas tiendas que hacían a su vez de bar- que existía a principios del siglo pasado. Celebrar Tots Sants o la Mitjana Festa era ‘tan ibicenco’ como el flaó o la greixonera.
El cementerio de Santa Gertrudis parece una nota disonante en uno de los pueblos más bipolares de la isla. La nueva plaza envuelve un núcleo urbano formado por negocios de restauración situados en la falda del templo. Pese a la llovizna, los niños juegan a pocos metros de una diminuta entrada a un espacio rectangular, mucho más pequeño de lo que cabría esperar para una zona con tanta actividad.
La cantidad de flores y recuerdos depositados en las tumbas es asombroso. Forman un paisaje multicolor que hace olvidar en qué espacio están situados. La fragancia hace que el recuerdo sea cariñoso y se aleje de la melancolía. Unas seis personas acicalan con mimo las lápidas de sus seres queridos, como si en aquel esfuerzo residiera la clave del descanso eterno.
El movimiento en los lugares de culto de la capital es muy diferente. El vaivén de vecinos es constante, pero también se camina respetando el suelo, como si se tratara de flotar para no incomodar a los muertos. Se habla en voz baja y las caras se sonrojan si la conversación va hacia un lugar poco apropiado. Tampoco hay rastro de los jóvenes, inmersos en otros menesteres en un puente de noviembre.