Bianca Sánchez-Gutiérrez / Cada 25 de noviembre, instituciones, asociaciones, empresas, universidades y hasta las comunidades de vecinos/as de dentro y fuera de nuestras fronteras alzan sus voces, de manera más o menos unánime, para condenar la violencia que sufren las mujeres por el simple hecho de ser mujeres.
El Día Internacional contra la Violencia Machista es, sin duda, una fecha en el calendario en que pasamos lista para ver cuántas han sido desaparecidas, hacemos recuentos, organizamos eventos y nos congratulamos, a la postre, por lo bien que lo estamos haciendo: parece que ya en el siglo XXI hemos asimilado que a las mujeres no se les pega.
No obstante, al margen del feminicidio (es decir, los asesinatos de mujeres), existen múltiples violencias que arrollan los cuerpos y las vidas de la mitad de la población. Por ejemplo, la violencia obstétrica, la brecha salarial, la violencia sexual o, entre otras, la violencia institucional. Es decir, toda una ristra de concreciones que nos sirven para delimitar los márgenes que constituyen la garantía de los Derechos Humanos de las humanas.
Dentro de esas violencias, se precisan las formas en las que estas se producen y, también casi con total unanimidad, la sociedad las condena. En general, podríamos decir que la mayor parte de la sociedad actual está en contra de las violaciones, de la mutilación genital femenina, de los matrimonios y esterilizaciones forzosas, e incluso me atrevería a decir que mayoritariamente está en contra de la prostitución, salvo las facciones más libertarias en lo económico, que han terminado por referirse a la explotación sexual de las mujeres como “trabajo sexual” [sic], en un intento por blanquearlo y amparar el tráfico de mujeres bajo una pátina de “libertad individual”. Para ser justa, es de rigor decir que cierto partido morado de izquierda posmoderna, ahora en el gobierno, también se ha arrojado a los brazos de esa terminología, acercándose peligrosamente a una ideología más anarcocapitalista de lo que cabría esperar en una formación otrora socialista.
Teniendo en cuenta los derroteros neoliberales a los que nos dirigimos sin pausa ni baches desde hace décadas, cabría preguntarse si nuestra sociedad está siendo realmente firme y coherente en su lucha contra las violencias machistas, y si nuestro sistema no está glamourizando la tradicional violencia hacia las mujeres revistiéndola de pseudo-empoderamiento y falsa rebeldía libertaria. Es entonces cuando debemos preguntarnos: ¿qué pasa con la pornografía?
Un reciente estudio de las universidades de Illes Balears y Santiago de Compostela sobre consumo de pornografía en el estudiantado universitario afirma que el 90% de las personas consultadas considera que la pornografía es una muestra fiel de la sexualidad real, y que “algunas de las escenas que ven las trasladan a sus prácticas, asumiendo conductas de riesgo y violentas”, lo que se traduce en que al menos un 11% de las chicas ha recibido en alguna ocasión violencia de sus parejas sexuales. Estas mismas chicas y chicos declaran haber comenzado a consumir habitualmente pornografía a partir de los 15 años, si bien es cierto que un estudio anterior de la institución universitaria balear publicado en 2019 ya dejó al descubierto que la edad de iniciación en el consumo de porno son los ocho años.
La democratización de Internet, sumada a la falta de educación sexo-afectiva que reciben en la adolescencia, provoca que, ante la necesidad de información, nuestros y nuestras jóvenes consuman pornografía de manera regular, no solo como “ocio” –permítanme la licencia– sino también como elemento pedagógico.
La democratización de Internet, sumada a la falta de educación sexo-afectiva que reciben en la adolescencia, provoca que, ante la necesidad de información, nuestros y nuestras jóvenes consuman pornografía de manera regular, no solo como “ocio” –permítanme la licencia– sino también como elemento pedagógico.
Por su parte, los medios de comunicación y la cultura de masas han trabajado firmemente en los últimos años para blanquear la pornografía, hasta el punto de conceptualizarla como una especie de rito catártico de los fines de semana cuando te quedas a solas en el salón, un derecho al que debemos tener acceso e, incluso, una especialización cinematográfica con una suerte de premios Oscar y que hasta puede llegar a ser feminista si los actores y actrices llevan el pelo de colores estrambóticos y aparece de vez en cuando algún pecho caído o alguna estría.
La infiltración de la industria pornográfica en la cultura mainstream es patente cuando vemos a la actriz porno de moda, Apolonia Lapiedra, siendo entrevistada en La Resistencia, uno de los programas de mayor éxito entre la gente más joven.
También existe ese proceso de pornificación cuando vemos a Jordi ENP siendo Youtuber, o a Amarna Miller, actriz retirada, presentando un programa “feminista” en el canal de YouTube de la red social de contactos Badoo.
Y seguro que recordarán la naturalidad con que los medios de comunicación entrevistaban al rebelde Nacho Vidal antes de que fuera detenido por su presunta participación en el envenenamiento de un fotógrafo este mismo año. Seguro que quienes estén leyendo este artículo y hayan visto la mítica y laureada serie Friends tendrán en mente aquel capítulo en que Joey y Chandler encuentran por error un canal X en su televisión y, para no apagar la TV y perderlo, se tiran durante días viendo únicamente porno. Todo acompañado de risas enlatadas y chascarrillos. ¿Y en la publicidad comercial? La pulsión sexual presente de forma más o menos implícita en todo tipo de campañas: de helados, de chocolates, de perfumes, de desodorantes, de moda…
Pensemos por un momento qué implica para una o un menor de ocho años el consumo de imágenes sexuales eminentemente violentas: mujeres siendo estranguladas, golpeadas, humilladas, penetradas por todos los orificios de su cuerpo hasta el colapso de su vagina o ano.
Pensemos por un momento qué implica para una o un menor de ocho años el consumo de imágenes sexuales eminentemente violentas: mujeres siendo estranguladas, golpeadas, humilladas, penetradas por todos los orificios de su cuerpo hasta el colapso de su vagina o ano. Mujeres siendo violadas por cinco varones a la vez. Mujeres siendo ahogadas hasta el vómito en medio de una felación. Pensemos por un momento qué implica que adolescentes de 20 años consideren que esto es la sexualidad.
Si, como sociedad, entendemos que esta es una sexualidad permisible, estamos educando a nuestra juventud en el disfrute del sadismo más puro, estamos diciéndole que el sufrimiento de su pareja puede llegar a ser excitante y, por tanto, admisible.
Si vemos a un hombre escupir, golpear, estrangular a una mujer en plena calle, rápidamente intervendremos y lo denunciaremos a la policía porque lo consideraremos un acto intolerable de violencia de género. Pero, “¿y si esa misma violencia se ejerce en un contexto pornográfico?”.
Ana de Miguel, filósofa de la Universidad Rey Juan Carlos, declaró en una reciente conferencia a la que tuve la suerte de asistir que hoy en día toda violencia contra la mujer es radicalmente inadmisible; es decir: si vemos a un hombre escupir, golpear, estrangular a una mujer en plena calle, rápidamente intervendremos y lo denunciaremos a la policía porque lo consideraremos un acto intolerable de violencia de género. Pero, se preguntaba la filósofa, “¿y si esa misma violencia se ejerce en un contexto pornográfico?”. Ahí, amigas y amigos, la respuesta es tan clara como cínica: “si es libre elección por ambas partes…”. Y aquí está el legado del misógino Nietzsche, con su voluntad de poder y su demostración de la fuerza incuestionable. ¿No habíamos quedado al principio de este artículo en que por fin en este siglo habíamos asimilado que a las mujeres no se les pega?