Ronald Farquharson, escritor británico que adquirió renombre en 1950 con la publicación de Confessions of a China Hand, aceptó en 1964 la invitación de un amigo que vivía en la isla para pasar tres meses de invierno en Ibiza. La curiosa peripecia quedó inmortalizada en un extenso artículo en el número de mayo de la revista Blackwood’s Magazine, titulado Ibiza out of season (Ibiza fuera de temporada) que está lleno de detalles que nos hablan de cómo era la vida por entonces en la isla en invierno pero, sobre todo, entre la particular comunidad británica que pasaba sus días entre las terrazas del puerto y las veladas en sus casas.
Pero antes de entrar en materia, merece la pena detenerse un momento a explicar la historia de la revista británica en la que se publicó el artículo, ya que no era una edición cualquiera. Fundada por el editor William Blackwood, salió a la venta durante 163 años, entre 1817 y 1980, manteniendo hasta su final un diseño de portada muy similar, con un marco decorativo intrincado con motivos florales y vegetales y la imagen de George Buchanan, un historiador, pensador religioso y político escocés del siglo XVI. Todo ello le da un aire de publicación antiquísima, aunque en este caso hablamos de un número publicado en 1965.
Blackwood’s fue concebida como un rival de la Edinburgh Review y su mezcla inteligente de sátira, reseñas y críticas fue extremadamente popular y la revista ganó rápidamente una gran audiencia.
La revista publicó trabajos de figuras como Percy Bysshe Shelley y Samuel Taylor Coleridge, además de ensayos feministas pioneros del estadounidense John Neal. La revista apoyó activamente a William Wordsworth, parodió la Byronmanía y enfureció a John Keats, Leigh Hunt y William Hazlitt al referirse a sus obras como la Escuela de Poesía Cockney. El estilo controvertido de la revista le trajo problemas, como en 1821, cuando John Scott, editor de The London Magazine, se batió en duelo con Jonathan Henry Christie debido a unas declaraciones difamatorias en la revista. Scott murió en el duelo.
Influyó en escritores victorianos como Charles Dickens y Edgar Allan Poe y las hermanas Brontë eran ávidas lectoras y emularon el estilo de la revista en sus propios escritos juveniles.
Un triunfo tardío de la revista en el siglo XIX fue la publicación de Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas) de Joseph Conrad, en las ediciones de febrero, marzo y abril de 1899.
Finalmente, la revista dejó de publicarse en 1980, permaneciendo bajo la gestión de la familia Blackwood durante toda su historia.
El artículo que nos trae hasta esta curiosa revista es de mayo de 1965 y relata el viaje de su autor, Ronald Farquharson a la isla de Ibiza, donde se encuentra un singular batiburrillo de ricos compatriotas viviendo plácidamente, ‘peluts’ sin oficio ni beneficio, personajes que se hacen pasar por condes y marquesas para sacar dinero a los crédulos y que viven en casas húmedas y mal preparadas para el mal tiempo. Una isla que, al final, le conquista por su sol de invierno y su modo de vida plácido.
El primer día de diciembre de hace 60 años, unas semanas después de que el último grupo de turistas de temporada abandonara la isla, Farquharson aterrizó en el aeropuerto de Ibiza.
Procedente de Inglaterra, que presentaba un manto de nieve blanco cuando despegó su avión, Farquharson se encontró con una Ibiza luminosa y con unas palmeras ondulantes recibiéndole en la terminal del aeropuerto.
“Solo una hilera de palmeras, balanceándose suavemente, me dio la bienvenida en la terminal. El edificio parecía completamente desierto, sin rastro de funcionarios de inmigración ni de aduanas: ni tampoco de Rupert”, escribe. Rupert era un amigo de su infancia, que vivía «felizmente soltero en Ibiza», donde se dedicaba a pintar con poca constancia. Pero no apareció, de modo que Farquharson se fue al hotel directamente, aunque este parecía estar siendo desmantelado, probablemente porque cerraba con el fin de la temporada. “Me dirigí directamente hacia el único mueble que quedaba: un sofá sobre el cual me propuse relajarme y pensar en el siguiente paso. Pero […] dos fornidos hombres reaparecieron y lo sacaron también a la calle”.
Rupert acabó apareciendo y, a la vista de que el hotel no daba mucha confianza, le ofreció alojarse en su casa.
“Tuve mis dudas al respecto. Sentía un gran aprecio por Rupert, y nuestra larga amistad era lo suficientemente valiosa como para preservarla. Pero mi mente volvió a mis años en China y al escaso conocimiento que adquirí de su escritura idiomática […] Una, recuerdo, representa a dos mujeres bajo un mismo techo, y la traducción más cercana al inglés sería ‘discordia’”.
Vemos que el sentido del humor de Farquharson aparece a lo largo de todo el relato, con estos pequeños detalles que hacen que leerlo sea un disfrute.
Pero su amigo Rupert insistió y se lo llevó casa, donde el viajero al fin pudo descansar. Fue tan generoso que lo acomodó en la única cama de la vivienda, la suya, algo de lo que Farquharson no fue consciente hasta el día siguiente.
Más tarde le llevó a una ‘modesta villa’ que había reservado tres meses para su amigo. Aunque no dice donde estaba exactamente sí valora que “estaba idealmente situada, con una amplia veranda bajo la cual un sendero estrecho descendía cincuenta metros, atravesando un jardín algo abandonado justo hasta la orilla del océano (suponemos que el Mar Mediterráneo)”.
“Tan pronto como instalé mi equipaje, los dos nos dirigimos a la Ciudad Vieja a hacer algunas compras”, relata el viajero, que enseguida buscó algún restaurante y se encontró con Es Premsó (ya desaparecido) al que se refiere como Es Prenso. “Pero luego lo recordaría como el Hey Presto debido a la rapidez con la que servían los platos de mi elección”, bromea.
Después de comer se echó su primera siesta española en su casa con vistas a Formentera y lo hizo en la terraza de la casa y a pecho descubierto hasta que, al caer el sol, descubrió el frío húmedo de los inviernos isleños. “Me desperté, helado por la fresca brisa vespertina. Apresuradamente me puse la camisa sobre la cabeza y corrí hacia la sala de estar, donde me recibió el reconfortante espectáculo de un fuego de leña ardiente”. Rupert había encendido el fuego y preparado un té. «Estoy helado hasta los huesos, dije mientras me ponía un jersey grueso. Creo que añadiré un chorrito de whisky a mi taza. Nunca más prolongué la siesta al aire libre más allá de la puesta de sol, cuando la temperatura podía bajar treinta grados en cuestión de minutos”, describe.
“Cerca de la medianoche me desperté con los dientes castañeteando como un par de castañuelas. Fue entonces cuando me di cuenta de que las sábanas estaban terriblemente húmedas; y también de que no había cenado”, añade el visitante. “Me puse mi pantalón más grueso y todos los jerséis y calcetines que había traído; luego, envuelto en un par de mantas, me acomodé en un sillón frente al fuego”. Por si fuera poco, una gotera de una tubería en mal estado había anegado la cocina.
Rupert le habla entonces de Catalina, una mujer ibicenca que se ocupa de las tareas de la casa. “Me formé una imagen mental de Catalina como una mujer de proporciones tremendas que se movía sobre flotadores; pero eso era solo porque compartía el nombre del famoso hidroavión de guerra. Resultó ser una mujer diminuta y ya era madre de nueve o diez hijos. ¡Y qué torbellino de energía era!”, valora el visitante.
“Limpiaba y fregaba meticulosamente, ventilaba toda la ropa de cama y lavaba y planchaba mi ropa interior por la modesta suma diaria de veinte pesetas, aproximadamente dos chelines y cinco peniques. Una vez, por falta de cambio, le di veinticinco pesetas y quedó tan conmovida por mi generosidad que se puso de puntillas y plantó un casto beso en mi mejilla. Pero claro, España es un país muy dado a los besos”, escribe el británico sin abandonar el humor en ningún momento.
Ronald Farquharson, de la mano de Rupert, comienza entonces a conocer a toda la comunidad británica isleña, que por entonces celebraba muchos encuentros previos a la Navidad y el Año Nuevo. “Cabe señalar que los residentes británicos que conocí estaban compuestos en gran parte por oficiales retirados de las Fuerzas Armadas, que se habían ganado el derecho a vivir y disfrutar de una vida en una escala que pocos podrían permitirse en su país de origen”, escribe en el artículo.
Pero también señala que no todos los compatriotas británicos que conoció eran tan exquisitos. “Inevitablemente, existe el otro lado de la moneda en Ibiza: los tipos «raros», barbudos, con monos ajustados que sin duda no aportan ningún crédito a Gran Bretaña ante los ojos de los isleños españoles. Su pose, bastante ilusoria, de ser escritores o pintores está completamente desprovista de producción creativa”, escribe sin conmiseración. “En realidad, no son más que holgazanes playeros, siempre alerta para aprovechar la oportunidad de un trago gratis o la posibilidad de entrar en el negocio de las drogas. Me alegré de saber que los peores elementos entre esta chusma son, de vez en cuando, deportados por las autoridades españolas, vigilantes”.
Un día decide acompañar a Rupert en una de sus salidas nocturnas por lo que llama la Ciudad Vieja, es decir, La Marina y Dalt Vila. “Fue una experiencia angustiante”, relata.
“Aparte del hecho de que parece imposible para el español conversar con sus amigos en tonos moderados, especialmente cuando está ligeramente bebido, se estaban tocando guitarras de forma desorganizada […] totalmente independientes de cualquier ritmo o melodía concertada».
“Como Rupert es de corazón blando y excesivamente generoso, organizó una ronda de bebidas para un grupo de chicos barbudos y sus contrapartes femeninas igualmente desaliñadas, con medias negras, en cada establecimiento que entramos. El resultado, no muy sorprendente, fue que nos seguían en número creciente mientras nos desplazábamos de bar en bar”, describe, imaginándonos a Rupert como un flautista de Hamelín con la bebida como reclamo.
“Uno de ellos me ofreció un cigarro, que rechacé educadamente por la remota posibilidad de que fuera un porro. Otro, menos educado, vació mi copa mientras yo estaba de espaldas”, relata el escritor que parece ser de costumbres más bien conservadoras.
Y aquí llega un punto que nos hace recordar irremediablemente a personajes como el falsificador Elmyr de Hory o la creadora de la moda Adlib Smilja Mihailovic y todas esas figuras que pasaron por la isla inventándose un pasado nobiliario o de alta cuna: “Otra característica de la isla es la cantidad de residentes continentales, sin medios visibles de subsistencia, que obtienen ayuda de los crédulos al afirmar ser condes, marquesas o baronesas de antigua estirpe. Un «conde» escandinavo, que también se hacía pasar por un exembajador, fue desenmascarado rápidamente ante mí por uno de sus compatriotas más astutos, que lo conocía bien y estaba al tanto de su verdadera identidad”.
A lo largo del delicioso relato provoca cierta envidia la descripción de ese ambiente ya irrecuperable de gentes interesantes y farsantes que tomaban el sol de invierno en el Hotel Montesol.
“Yo solía sentarme en una mesa y tomar el sol en Vara de Rey. Me resultaba no muy distinto a sentarme fuera del Fouquet’s en los Campos Elíseos, salvo que los transeúntes ibicencos no vestían de manera formal”, describe
Farquharson confiesa su fascinación por la estatua de Vara de Rey, a la que describe como la estatua del ‘Héroe y Cobarde’ por la figura que se esconde tras el militar (héroe de la guerra de Cuba) aunque el papel de ese soldado parece que era la de sostener a su líder y no la de refugiarse tras él y también describe con muchísima gracia la figura del policía que regulaba el tráfico en la víspera de Navidad en el cruce de la Vara de Rey: “estaba rodeado de cajas de botellas alegremente envueltas”. “Estas eran ofrendas completamente voluntarias; y rara vez un coche, un camión, un scooter o incluso un humilde carro de mulas dejaba de detenerse en su paso para añadir a la creciente fila y recibir a cambio el apretón de manos de la Ley. Me quedé un buen rato bastante fascinado por el espectáculo de un oficial dirigiendo el tráfico (con el bastón en la mano y el silbato en la boca) mientras se iba creando una barricada con los regalos. Permanecí el tiempo suficiente para perder de vista sus botas, luego sus rodillas y finalmente su cinturón, mientras el tráfico de todas direcciones disminuía perceptiblemente a medida que avanzaba el día”.
También recuerda Farquharson la costumbre de aquellos británicos residentes en Navidad: “Es costumbre anual entre la mayoría de los residentes extranjeros en Ibiza (pero excluyendo a los beatniks) compartir la cena de Navidad en masa en los pintorescos alrededores de Santa Eulària. El restaurante más grande se reserva en su totalidad semanas antes”, describe. El participó en una cena con 140 europeos más y concluye: “No recuerdo en ningún momento haber disfrutado de una cena de Navidad más festiva”.
Pero, claro, la Ibiza de invierno no es para todos y mucho menos en aquellos años.
Muy pocos días después, antes de Año Nuevo, una serie de temporales dejaron a Ibiza completamente aislada del continente durante cinco días consecutivos debido a tormentas e inundaciones. La casa donde estaba el escritor sufrió daños importantes: ventanas rotas y filtraciones de agua por todas partes, lo que, además, le hizo enfermar con una fuerte tos.
“Comencé a meter mis pertenencias en una maleta, firmemente decidido, en cuanto las condiciones de vuelo lo permitieran, a subir el primer vuelo que saliera de Ibiza”.
Pero, precisamente tratando de cerrar un postigo que golpeaba una ventana durante una noche de tormenta, Farquharson tuvo un grave accidente doméstico: “perdí el equilibrio y caí nueve peldaños completos sobre el cemento”
Rupert le dio tres aspirinas y un brandy fuerte y regresó acompañado del “diminuto Doctor García”, con la buena noticia “de que el lujoso Hotel Palmyra en Sant Antoni, en el otro lado de la isla, había reabierto sus elegantes puertas un día o dos antes por alguna razón”. Así que allí se recuperó de su enfermedad, mientras compartía el hotel con 7 huéspedes, “cuando atiende a más de doscientos cincuenta huéspedes en pleno verano”.
“Dividí mi tiempo entre tomar el sol junto a la piscina del Palmyra y ser conducido por relevos de amigos a lugares encantadores como Sant Vicent, Santa Eulària y Portinatx, donde las variedades rosa y blanca de las flores de almendro florecían en abundancia”.
“En la misma compañía, a menudo me sentaba mirando al sol, disfrutando de un café o Campari, en las terrazas de los cafés en el pueblo de Sant Antoni”, añade.
“Rupert venía a pasar el día conmigo de vez en cuando, tanto para disfrutar de mi compañía, espero, como para apreciar el lujo de tumbarse por completo en mi baño privado. Algunos de mis amigos, cuyas villas solo estaban equipadas con una bañera de asiento y una ducha, venían a verme con el mismo objetivo”, añade con buen humor.
Finalmente Ronald Farquharson se reconcilió con la Ibiza del invierno y se fue en febrero, como estaba previsto, escribiendo después el artículo de la revista.
Ronald Farquharson también había viajado antes a China y otros países asiáticos, en los años de entreguerras, y con su gran sentido de la humanidad, su humor y su tolerancia, aprendió chino y conoció a mucha gente. Sus experiencias quedaron reflejadas en dos libros Confessions of a China hand y The farthing candle.