Ben Clark / El Gobierno ha rebajado la distancia de seguridad en las aulas para que regresen todos los alumnos en septiembre. El número máximo de alumnas y alumnos por aula pasa de 15 a 20. Esto implica, desde luego, un aumento de la posibilidad de contagio, pero hay una cosa que va a sufrir sí o sí, que va a enfermar seguro: la biblioteca del colegio o del instituto.
La ministra Isabel Celaá ha dicho en una entrevista que para conseguir que “todos los alumnos” vuelvan a las aulas en septiembre, cumpliendo la distancia, los centros deberán aprovechar todos los espacios disponibles en el colegio, incluida la biblioteca. Es comprensible que sea necesario aprovechar todos los espacios y no resulta difícil imaginar que muchos centros ya estaban trabajando casi al límite de su capacidad, pero esta propuesta, junto al maltrato que han recibido las bibliotecas públicas en esta desescalada —muchas siguen cerradas— me hace pensar que este Gobierno (como todos los Gobiernos de este país) no termina de entender la importancia que tienen las bibliotecas y, sobre todo, la importancia que tiene la biblioteca del colegio. (O eso o es que lo entienden demasiado bien.)
Es en la biblioteca del colegio donde los ciudadanos tienen, casi siempre, el primer contacto de su vida con una biblioteca. La biblioteca del colegio debería ser el corazón de los colegios, un lugar de encuentro, de diversión, lleno de posibilidades. Cuando trabajaba en el área de Promoción Lectora de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, uno de los mensajes que intentábamos transmitir a los centros era que la biblioteca no debía asociarse con el castigo, ya que pudimos comprobar que, en muchos casos, cuando se expulsaba a una alumna o a un alumno del aula por mal comportamiento se solía enviar a esta persona a la biblioteca. Otra batalla que tuvimos fue con la tendencia general a guardar los libros en armarios bajo llave, pero este es otro tema. El caso es que la biblioteca del colegio, con todos los defectos que ha arrastrado —y capeado— hasta hoy, con todas las mejoras que necesita, no puede, desde luego, verse anulada para convertirse en un aula más. Debería ser tan absurdo como pretender que se dieran las clases en el patio. Debería ser una parte esencial de la didáctica, una parte irrenunciable. Porque lo que se pierde no es la biblioteca, sino la posibilidad de crear un hábito, de crear una costumbre que, en el futuro, será de suma importancia para la salud del ciudadano: la costumbre de acudir a una biblioteca para informarse, para disfrutar, para sentirse mejor, para aprender.
Porque lo que se pierde no es la biblioteca, sino la posibilidad de crear un hábito
Dice nuestro último premio Cervantes, el gran poeta Joan Margarit, en un verso que se ha hecho muy famoso, que la libertad es una librería. Cuando lo leí y después, cuando lo vi repetido tantas veces en los medios con motivo del Día del Libro, me acuerdo de que pensé: bueno, Joan, no estoy completamente de acuerdo: la libertad, más bien, es una biblioteca. Las bibliotecas, sobre todo las bibliotecas públicas y las bibliotecas de los colegios públicos, son fuentes de libertad, puntos donde la sociedad —toda la sociedad, incluso los que tardarán muchos años en poder votar— recarga sus valores democráticos, alimenta su confianza en todas las posibilidades del futuro y donde, por qué no decirlo, puede desconectar del tedio, del estrés del trabajo o de las clases. La pequeña biblioteca del pequeño colegio público de mi pequeño pueblo ha sido lo más grande que me ha pasado en la vida, y me entristece mucho pensar que la nueva normalidad considere normal arrebatarle a las niñas y a los niños esa libertad.