@D.V./ Es, probablemente, la estatua más descontextualitzada que habré visto en mi vida. Se trata del Mazinger Z de la urbanización Mas del Plata, en Cabra del Camp (Tarragona). Sí, ese Mazinger que se había convertido en la comidilla, la leyenda urbana favorita de la tribu de los otakus. El famoso Mazinger existe y, realmente, su contemplación produce un auténtico estupor. En torno a él se han tejido todo tipo de fábulas: que si estaba en la entrada de una urbanización abandonada, que si su interior era hueco y se había intentado convertir en una especie de tobogán gigante, que si la muerte de un niño provocó que el Maginzer sufriera el olvido prematuro… Historias que han servido para añadir más capítulos y más altura a este mito. A día de hoy, el Mazinger es ya un icono de los otakus españoles, un grupo con unos rituales entre los que se cuentan acudir al Salón del Manga de Barcelona y que inspiraron una inolvidable canción a los Astrud.
En primer lugar, recordemos quien es este icono de la cultura pop de los años setenta. Aquí lo conocimos el 4 de marzo de 1978, cuando se emitió su primer capítulo por Televisión Española. Su éxito fue apoteósico, pronto se convirtió en el favorito del público juvenil y generó un variado surtido de iconografía pop: tebeos, calcomanías, álbumes de cromos, figuritas de plástico, etc… En este contexto de apogeo popular, al promotor inmobiliario que levantó la urbanización de Mas del Plata se le ocurrió que la mejor manera de promocionar su negocio era mediante una gigantesca escultura del robot japonés. Supongo que el empresario en cuestión vendió sus parcelas y que el muñeco cumplió su cometido, pero pasaron los años, pasó la serie, los niños olvidaron a Mazinger Z y aquel mamotreto de diez metros de alto se convirtió en una especie de animal extraño fuera de su contexto, un monstruo perdido, un personaje melancólico, solitario, que levantaba los puños ante la nada. En definitiva, un residuo.
Una de las características de la cultura pop es que es instantánea y efímera, genera iconos potentes que se suceden a toda velocidad, tienen una vida breve y brillan con intensidad antes de caer en el olvido; sólo algunos elegidos logran tener una segunda oportunidad a través del vintage, la nostalgia y los coleccionistas. En esta ocasión, en vez de encontrarnos con un tebeo de Mazinger Z en un mercadillo de segundo mano, la herencia pop que nos ha quedado de este experimento es un monstruoso mamotreto que sigue alzándose en medio de la casi nada.
Ahora, tras décadas de olvido, vuelve el Mazinger de Mas del Plata. Lo hace de la mano de los otakus, esas personas para los que la cultura popular japonesa constituye la razón de existir. Además, Mazinger Z es un icono muy potente. Nació como manga -es decir, como tebeo- y prosiguió su carrera como anime -es decir, como dibujo animado-. En el argot, se trata de un mecha, un ser mecánico. Su autor, Go Nagai, es todo un personaje. Considerado como la segunda figura más influyende del anime tras el fundador Osamu Tezuka, Go Nagai fue el precursor de los mangas de contenido sexual. A finales de los sesenta y principios de los setenta escandalizó a la sociedad japonesa con la serie Harenchi Gakue -‘La escuela indecente’- que mostraba un amplio rosario de escenas explícitas. Nagai convirtió la provocación y el sexo en una forma de militancia y veía en los tebeos un arma que le permitía hacer llegar su desafío a la moral oficial a una amplia capa de la población. Nagai tenía claro cual era su combate: los animes de Mazinger Z contenían una iconografia clara y explícitamente gay.
Cuando vi por primera vez Maginzer yo tenía cuatro años de edad y supongo que no entendí nada, aunque sí recuerdo que aquellos dibujos me provocaban cierta turbación. La violencia era muy física y real. A diferencia de la violencia metafísica del Correcaminos o de Tom y Jerry, en Mazinger Z existían cuerpos que se desgarraban y partían, existía el dolor, existía la dominación y el sometimiento. Era violencia con entrañas, una violencia muy física, muy de tocar, muy salvaje y masculina. Mazinger Z destruía a sus enemigos pero, en ocasiones, parecía que existiera algo personal en ese ensañamiento, parecían las peleas de dos antiguos amantes.
Años más tarde, y con la mirada sucia, la turbación se hace más comprensible: esos puños fuera son una metáfora demasiado obvia del fisting; entre los robots mecánicos rivales encontramos algunos que emiten fluidos viscosos, hay otro con un aspecto parecido al de un centurión romano, hay dedos que se convierten en misiles, torsos de acero, cohetes demoledores que surgen del vientre… No olvidemos tampoco una cosa: el Mazinger que nos llegó a Europa es una versión más suavizada del tebeo original que se publicó en Japón, más físico, más descarnado, más explícito, más filogay.
La pregunta es: ¿Vale la pena cubrir los cien kilómetros que separan Barcelona de la urbanización Mas del Plata para ver el Mazinger Z? ¡Pues claro que merece la pena! Un Mazinger de diez metros de altura, en medio de una urbanización… ¡claro que sí! El camino es relativamente sencillo. Hay que salir de Barcelona en dirección Lleida por la autopista AP-2 y, antes de llegar a Montblanc, tomar la salida de El Pont de l’Armentera; después debemos continuar en dirección a este pueblo hasta que, a la izquierda de la carretera, nos encontraremos un cartel que nos indique: “Urbanització Mas del Plata”. Una vez allí, no tiene pérdida.
La urbanización tiene su encanto. Es una de las típicas urbanizaciones irregulares que se construyeron por centenares en Cataluña durante la anarquía urbanística franquista: sin licencia, sin alcantarillado, sin asfaltado, sin servicio de recogida de basuras y sin alumbrado público. Una urbanización donde cada propietario adquiría una parcelita y se construía la casa a su aire. Yo pasé los veranos de mi infancia en una urbanización de este tipo y pasear por el deficiente asfaltado de Mas del Plata me recordó tiempos pasados. A día de hoy, los ayuntamientos han ido regularizando y dotando de servicios a estas urbanizaciones, auténticos testigos de una era de urbanismo pirata, de alegalidad absoluta, de salvajismo y de salvese quien pueda, conceptos que, en definitiva, se pueden resumir en sólo dos: tardofranquismo y años setenta.
Una vez dentro de la urbanización, encontrar al Mazinger es fácil. Verlo por primera vez emociona. Se encuentra en un descampado rectangular rodeado de pinos y casas. La estatua se encuentra situada en un extremo del rectángulo y el espectador goza de una perspectiva perfecta, limpia, ninguna casa ni ningún árbol se interpone en su campo de visión. El Maginzer está orientado a oeste y saca el pecho, levanta la cabeza y alza los brazos en señal de victoria y poder. Al atardecer, el sol ilumina su rostro. Por la mañana, su figura se alza imponente al trasluz. Ese monstruo ridículo, derrotado, solitario, parece recrear ante nuestros ojos una póstuma victoria. Como un actor decrépito que se disfraza por última vez e interpreta ante nosotros el papel con el que conoció la gloria en los años jóvenes.
Así, este Mazinger derrotado parece resucitar del cementerio de los mechas cuando recibe una nueva visita y, por un instante, vuelve a ser el indestructible bruto mecánico comandado por Koji Kabuto. Y, como dice esa canción de David Bowie, podremos volver a ser héroes, al menos por un día.
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