@Laura F. Arambarri/ Tengo en mi haber cuatro ex novios. Mi madre diría que son muchos; Joan Collins, que son pocos. En todo caso, suficientes. De dos de ellos puedo decir muchas cosas buenas; de los otros dos, fin de la cita. Me gusta poder hablar bien de dos de mis ex y alegrarme con sinceridad de que la vida les trate bien. De los otros dos prefiero no hablar. Porque es triste hablar mal de un ex. Es incluso peor que hablar mal de uno mismo, porque es despreciar a quien fue el objeto de lo más preciado que tenemos los seres humanos después de nuestra salud: nuestro amor.
En realidad no solo tengo cuatro ex. He sido heterocuriosa y también he tenido una novia. Y hasta hoy ha sido mi relación más larga: 18 años. La dejé yo. O tal vez me dejó ella. Eso, a veces, no termina de estar claro. Hace meses, cuando me preguntaban por qué la había dejado, ‘con lo atractiva que es’, fruncía el ceño y comenzaba a soltar toda una retahíla de defectos. Despotricaba hasta que me dolía la garganta, pero todavía más el corazón. Insisto, pocas cosas duelen más que hablar mal de quien has amado una vez.
He sido heterocuriosa y también he tenido una novia. Y hasta hoy ha sido mi relación más larga: 18 años.
Han pasado los meses y algo ha cambiado en mí. Ha sido el tiempo. Lo dicen todos los refranes. El tiempo me ha ayudado a saber la verdad. Y la verdad es que nunca he dejado de quererla, aunque no haya podido soportar más su presencia.
Hablé de ella hace muchos años en una columna como esta en un periódico tristemente desaparecido. Vivíamos nuestra primera crisis de pareja y entonces yo ya decía que no veía que nuestro amor tuviera garantía de futuro. ¿Pero es que algún amor viene con garantía? No lo creo. Las crisis se fueron sucediendo pero yo seguía en la fase 1 de todo duelo: Negación.
La verdad es que nunca he dejado de quererla, aunque no haya podido soportar más su presencia.
Cuando la abandoné en 2017, tan definitivamente como abandonan los toreros el ruedo, estuve tentada mil veces de escribir un post en Facebook o una columna como esta en la que relataría todos los motivos de mi decepción. Iba a recrearme en sus defectos: en que se había vuelto avara hasta la náusea, en que había perdido su carácter abierto y sencillo a fuerza de disfrazarse, en que se había dejado llevar por sus nuevos amigos: nuevos ricos con nuevas tetas, con nuevos tattoos. No lo escribí entonces e hice bien en no hacerlo. Estaba en la fase 2 mi duelo: Ira.
Con el tiempo he comprendido muchas cosas. No es que me vaya a reconciliar con ella, ni mucho menos me planteo un regreso, pero me he dado cuenta de que yo también cambié por el camino. De que tal vez soy yo la que no encajo con sus cambios (aunque mi orgullo me sigue diciendo que es ella la que ha tomado un mal camino). Llegué así a la fase 3: Negociación.
No es que me vaya a reconciliar con ella, ni mucho menos me planteo un regreso, pero me he dado cuenta de que yo también cambié por el camino.
Hace semanas, una de esas dos personas de mi pasado a las que solo les deseo lo bueno subió un vídeo suyo a las redes: una escena de baile payés, concretamente una ballada en el Pou de Labritja. Le di al play y bastaron diez segundos para echarme a llorar entre hipidos y temblores. Esa era la isla de la que me enamoré en 1999. Fase 4: Depresión.
Ahora que faltan unos meses para que se cumplan dos años desde que la dejé, los dos años que dicen que dura todo duelo, ya he llegado a la fase 5 y última: Aceptación.
Que te vaya bien, Ibiza. Te deseo lo mejor.