Oti Corona / Una vez al mes bajábamos todas a la capilla. Era un día especial: el uniforme tenía que estar impoluto y doña Carmen se paseaba, abanico en mano, corrigiendo la postura de las que no tenían la espalda derecha y la mirada al frente. El padre José, un señor enorme, de cabeza monda y voz severa, subía al altar y escogía un tema para su sermón que era, según recuerdo, muy largo.
De su boca oí hablar por primera vez de una violación, aunque no fue esa la palabra que él pronunció. Nos habló durante mucho rato de una nena a la que un hombre propuso pecar. Así, sin más. Pecar. En mi mente de cría de diez años solo cabía pensar que aquel hombre pretendía que la chiquilla robase el dinero de las tiendas del barrio, o que arrease un tirón al bolso de alguna anciana. El caso es que, según nos explicó el cura, la niña se negó a pecar, y entonces el hombre la mató. El resto del sermón consistió en alabar a la nena a la que, por supuesto, santificaron.
Tardé algunos años en atar cabos y deducir que desde el altar de la capilla de mi colegio se había usado la palabra “pecar” como sinónimo no ya de violación, sino de ser violada. Para entonces, a todas las chicas de mi alrededor, con independencia de si su educación había sido religiosa o laica, se les había transmitido el mismo mensaje: si te violaban significaba que te habías dejado, que no te habías defendido lo suficiente, que tendrías que haberlo evitado aun a costa de tu vida, que tuviste un momento de flaqueza. Que eras culpable porque seguías viva.
El espanto de una violación se acompaña del estigma del pecado. Me pregunto cómo sería nuestra sociedad si las víctimas de una agresión sexual no se vieran abocadas al silencio y la vergüenza. Si pudieran narrar su trauma con la cabeza bien alta y seguir con sus vidas sin miedo a la deshonra. Si en vez de educarnos en la muerte y el pecado nos hubieran enseñado las palabras necesarias para denunciar un abuso o una agresión sexual, clarificando el límite entre la víctima y el agresor. Me lo pregunto pensando sobre todo en las niñas que, con el uniforme impoluto, la espalda derecha y la mirada al frente, escucharon al padre José decir que eran unas pecadoras por sufrir aquello que ya les había sucedido y a lo que aún no habían conseguido siquiera poner un nombre.