@Julio Herranz/ Si hay un tema eterno para marear a la poesía, sin duda es el amor. Desde que el hombre es hombre y la mujer mujer, no hemos parado de darle vueltas al sentimiento más complejo, deseable y tormentoso de todo el repertorio que pueda sentir la Humanidad. Un sentimiento que tiene mucho de cultural, pues amamos siguiendo las pautas que nos enseñan los libros, las películas, el arte, las canciones, las costumbres sociales y las tradiciones de los sitios en los que nos ha tocado vivir; por suerte o por desgracia. Y resulta irónico que el día de su fiesta social oficial (puro marketing, como tantas otras) coincida con las fechas del Carnaval. Como si al amor le sentara bien la máscara, la juerga y el fingimiento; tal un complemento ‘natural’ para hacer más viable y digerible ese » no sé qué que queda balbuciendo», en precioso y aliterativo verso de San Juan de la Cruz, quien tanto sabía de amoríos; divinos o humanos, qué más da.
No pretendo aquí, por supuesto, ejercer de sociólogo amoroso, un cargo que me vendría muy grande, pues no puedo presumir de tal solvencia en un campo en el que, más bien, casi siempre, por no decir siempre, he sido un pardillo; repitiendo los mismos errores de cálculo, devoción y estrategia que la vez anterior. A la hora de amar se me ha dado estupendamente lo de tropezar una y otra vez con las mismas piedras. Eso sí, justificando los fracasos con el recurso de la lírica, tan acogedora y propicia ella con el desamor; pues no hay nada más estéril para el arte que la felicidad. Si la vida te sonríe, disfrútala y no nos pongas los dientes largos. Ya sé, ya sé; no se debe generalizar, y menos por despecho; que el arte feliz también existe, pero suele resultarme más bien sospechoso. Como si tirara de algún tipo de máscara para vender mejor la piel de sus cuitas privadas. Si mal no recuerdo, creo que fue Beethoven quien dijo que «en esta vida todos fracasamos, pero cada uno de diferente manera». Así que dime de qué presumes y entenderé de qué careces.
A la hora de amar se me ha dado estupendamente lo de tropezar una y otra vez con las mismas piedras. Eso sí, justificando los fracasos con el recurso de la lírica, tan acogedora y propicia ella con el desamor.
Y ya metidos en máscaras y enigmas, confesaré que nunca me ha gustado disfrazarme; acaso porque, la verdad, me siento mucho más cómodo con mi disfraz habitual de andar por casa y por la calle, ese que uno ha ido forjando con los años casi sin darse cuenta; improvisando la más de las veces, pues no he sido muy ducho que digamos a la hora de planificar mi vida sentimental. Y como no podemos repetir la misma jugada con la misma persona, no hay más remedio que aceptar ese chapucero ensayo como el único estreno de la obra que quedará en nuestros anales privados. Sí, y a pesar de que uno milite de gaditano y sea admirador ferviente de su gran y único Carnaval (el más vivo y contagioso del mundo; prueba y verás), nunca me disfracé por la sencilla razón añadida de que soy incapaz de asumir con naturalidad el segundo disfraz.
Como me suele llamar la atención (y mosquearme) esa manía tan extendida de que el hombre vaya disfrazado de mujer. Vale, claro, es el recurso más fácil y barato para salir al paso del compromiso o las ganas de desmadre; pero a menudo la cosa me parece ridícula, por no decir claramente machista; pues me da la impresión que tiene algo de menosprecio de la condición femenina. Y si me pongo psicoanalítico, incluiría en el diagnóstico cierta envidia, ocultando tras ese ropaje prestado algún tipo de represión sexual, que así aprovecha la fiesta para dar rienda sueltas a pulsiones ocultas; o curiosidad experimental, que tampoco hay que ser tan mal pensado. Allá cada cual.
Y ya metidos en máscaras y enigmas, confesaré que nunca me ha gustado disfrazarme; acaso porque, la verdad, me siento mucho más cómodo con mi disfraz habitual de andar por casa y por la calle.
Volviendo al sentimiento íntimo, me viene a la cabeza para cerrar este disperso y algo locuelo artículo una estupenda frase que escuché hace poco en la radio a Milena Busquets Tusquets, incluida en su novela (de no ficción, más bien) También esto pasará, en la que la hija de la gran editora Esther Tusquets reflexiona sobre el dolor que le produjo la muerte de su madre, a la que estaba muy unida: «Amamos como fuimos amados en la infancia». Toda una declaración de principios que suscribo encantado. De ahí la importancia que tiene en nuestra vida que esos primeros pasos biográficos sean cálidos, amorosos y generosamente dirigidos. «Quién lo probó, lo sabe».