@Ben Clark/ El amor no fue, como se ha creído siempre, delatado por la alegría. No fue la radiante felicidad la que hizo sospechar a la primera mujer, al primer hombre, que había algo nuevo dentro de sus cuerpos, algo extranjero que crecía. ¿Por qué se sentían así? ¿De dónde nacía ese punzón? ¿Cuál podría ser el origen de esos arrebatos, de esas fiebres, de ese arrastrar las horas por el suelo? Cuando llegó por fin la felicidad los habitantes de aquella primera cueva habían aprendido a desconfiar y la alegría tuvo que aprender a convivir con la tristeza y a compartir la tutela del recién nacido amor. Algunos miembros de la tribu decidieron rendirle culto a la tristeza, seguros de que su poder era muy superior al de la felicidad y, cuando la existencia del amor se consideró algo probado, predicaron que era más fácil llegar al amor a través de la tristeza que de su falsa amiga la alegría. No le faltaron seguidores a esta nueva religión y así fueron las cosas hasta la invención de la publicidad. Tristeza que es amor, cantaban los fruteros en los mercados, amor al precio de una pena.
Y tenían, la verdad, argumentos muy convincentes. ¿No era amor la lúgubre inquietud de los que aguardaban el retorno de los guerreros? ¿No era, acaso, amor el llanto sobre el cuerpo aplastado por el mamut? ¿Y qué era, si no era la verdadera expresión del amor, el nudo en la garganta por haber sido rechazado, descartado en favor de otro cuerpo? Sólo era posible llegar al amor a través del sufrimiento, decían, de modo que toda frustración y todo golpe mortal representaba un triunfo.
Para reforzar su mensaje los publicistas inventaron el pop-rock e insistieron en que no era posible comprar el amor.
Pasaron los milenios y cambiaron muy pocas cosas. Aburridos del fuego inventaron la literatura y aburridos de la literatura inventaron la pornografía y aburridos de la pornografía inventaron la publicidad. Fue entonces cuando las mentes más brillantes de la humanidad, que se habían entregado por completo a buscar nuevas formas de vender, descubrieron que el viejo mensaje de que la tristeza servía para llegar al amor no animaba mucho a gastar. La gente, según expusieron estos iluminados ante largas mesas de directivos, la gente lo que quería era algo nuevo, algo que dinamizara sus hábitos de consumo y algo, en fin, que le diera motivos para adquirir cosas. La gente necesitaba descubrir la felicidad y –en este momento los directivos ya estaban todos en pie, aplaudiendo– no sólo eso, sino que debían saber que sólo a través de la felicidad lograrían encontrar el amor. Y así fue cómo nacieron las campañas de refrescos, el dos por uno de los gimnasios y las poinsetias a precio de oro. Para reforzar su mensaje los publicistas inventaron el pop-rock e insistieron en que no era posible comprar el amor. Pero la felicidad, en cambio, era harina de otro costal. Y –lo repetían siempre– sólo a través de la felicidad…
Décadas después la alta rentabilidad de la felicidad había desplazado ya la presencia del propio amor en los planes de marketing y la gente andaba algo despistada por el mundo, buscando el amor en televisiones de alta definición y en vuelos a bajo coste. Había llegado el momento de volver a la tristeza, de abrazarla, de entenderla y de saber que no era, después de todo, algo tan malo. Los consumidores entendieron que la tristeza les devolvía una sensación de humanidad que creían perdida y los publicistas intentaron como locos sacar líneas de ropa en azul y películas catastrofistas para aprovechar el tirón, pero no sirvió de nada. Volvieron los solitarios a sentir consuelo en su soledad, el consuelo de los que atesoran un amor, volvieron las madres a llorar sin miedo y los novios despechados a escribir poemas que nadie leería. Había regresado la tristeza, tristeza que es amor, y había algo en ella que nos hacía sentir bien.