@Ben Clark/ Conozco varias parejas que se viven sin verse. No hablo de relaciones a distancia ni de personas invidentes. Hablo de parejas que ocupan la misma casa y que, con la ayuda de gafas en algunos casos, logran ver perfectamente. Son parejas que, como en aquel gran poema de Ángel González (‘Canción de invierno y de verano’), se aman en el mismo tiempo, pero jamás en el mismo día. Cuando uno sale, el otro llega, cuando uno va, el otro viene. Si se nos escapa la referencia de Ángel González, no tenemos más que convocar a Mario y a María, los protagonistas de la infame ‘Cruz de navajas’ de Mecano, donde, entre rimas rimbombantes, una pareja vive así, con los horarios al revés. Y qué extraño que el amor, que dilata el tiempo, que hace que el tiempo corra y se consuma en un instante cuando estamos con la persona amada, que hace que el tiempo camine despacio en las horas de espera, qué extraño, digo, que el amor, que sabe tanto del tiempo, esté sujeto y sea víctima del férreo dictamen de los horarios. Porque el amor puede vencer al tiempo, pero la falta de tiempo puede, desde luego, cargarse al amor.
Ese es el secreto de mis amigos que se aman sin verse.
¿Y qué papel juega el tiempo en el amor? No parece que sea un factor importante. Sabemos que uno puede enamorarse en un día y seguir enamorado hasta la muerte, sabemos que uno puede habitar las largas horas de oficina y un día, después de años, de pronto nace el amor en el rincón más inesperado. Todo parece indicar que el amor es ajeno al tiempo y, con todo, sabemos que la falta de un tiempo específico dedicado al amor acaba por marchitarlo. ¿Cuánto tiempo hace falta? Es difícil de decir, pero todo lo anterior nos lleva a pensar que no se trata de la cantidad. Ni siquiera de la “calidad” de ese tiempo (si es que el tiempo puede tener calidades) sino de algo mucho más elemental: depende de la existencia misma de ese tiempo. No sufre el amor por la falta de tiempo sino por la ausencia de un tiempo dedicado al amor. Un minuto de amor, un instante de cariño, de intimidad, los ojos que se detienen, unos segundos, a contemplar el milagro de la creación. Ojos que dicen “Estoy aquí. Quiero que sepas que estoy aquí, a tu lado”. Ese es el secreto de mis amigos que se aman sin verse, que trabajan, que viajan, que tienen un hijo, dos, cuatro o ninguno, el secreto sencillo que cuesta el mismo esfuerzo ignorar que poner en práctica. Basta de escapadas románticas, basta de cenas, de aniversarios, de geles de frío y de calor, basta de puentes, de domingos, de largas colas en el Louvre. No hace falta más que un momento fuera del tiempo, un momento juntos, un pequeño fragmento de una promesa, para amarse en el mismo tiempo, y en el mismo día.