Escribimos a velocidades astronómicas con el teclado de nuestros móviles y de nuestros ordenadores. Una nueva escritura está emergiendo con palabras abreviadas o insinuadas. Son letras tipo que se escriben por impulsos y de lo que no quedará más constancia que lo que se guarde en el ordenador y no se destruya o algún virus se lo lleve todo a la basura. Hablamos todo el día por el móvil, pues estamos siempre localizados y localizables, además de que siempre tememos “algo importante” que decirnos. Ya no escribimos cartas, pues las nuevas tecnologías las han hecho desaparecer del mapa. Y ya que digo mapa, no hace falta comprarnos ninguno porque con el gps del móvil o el coche nos dirige hacia el lugar donde queremos ir. Vivimos al día y al instante, intentando saltar los “baches” que la vida nos pone por delante a cada momento, con lo que no tenemos tiempo ni interés en saber de dónde venimos ni a dónde vamos, tal es la inmediatez de nuestras vidas. Pero hace unas décadas, los nacidos durante la primera mitad del siglo XX, fuimos/somos unos privilegiados por formamos parte de los “dinosaurios” que pasamos de escribir a mano, de tener escasos recursos para estudiar, de usar un libro para estudiar todos los temas de los estudios de Primaria y uno por asignatura en los estudios de Bachillerato, de tener una sola biblioteca privada de uso público (la de la Caja de Pensiones de Vara de Rey) y de alquilar tebeos en una tienda a un mundo donde los niños llevan un teléfono móvil en la mano, se escribe y estudia en un ordenador y tienen cincuenta mil posibilidades de estudiar y de alternativas en la vida. Venimos de una generación donde no conocimos otro sistema político que una dictadura fascista, que intentaba culturalizarnos en su pensamiento monolítico, y aprendimos a ser democráticos y a ir a votar periódicamente a las diversas ofertas de ideas políticas se nos ofrecen. Venimos de usar tinta y plumín para escribir a usar el ordenador y las diversas ofertas tecnológicas que se nos ofrecen ahora. Y esa generación “diplodocus” hemos tenido la gran suerte de vivir la experiencia de toda la transformación social, cultural y económica que se ha producido en tan pocos años. Y es que nos enseñaron en que había que saber cuánto más mejor para abrirte caminos de porvenir en la vida, porque “el saber no ocupaba lugar”.
La única enseñanza obligatoria que teníamos era la Primaria y allí comenzamos nuestros primeros pasos en la lectura y escritura. Las clases de Primaria eran por las mañanas y por las tardes. El principal colegio de la ciudad fue la escuela Graduada, construida durante la II República en unos terrenos conocidos como “s’Hort del Bisbe” y donde ahora se están construyendo los nuevos juzgados. «Mis primeros pasos» era el título de un libro de párvulos donde comenzamos a organizar nuestro cerebro. Las letras, la escritura, los números, la convivencia con otros niños fue el comienzo. Todo esto, junto con las normas básicas de higiene y urbanidad que te enseñaban padres y maestros, nos iba conformando, o formateando como se podría decir ahora, para la vida futura. El uso del lápiz de mina de carbón era fácil de borrar si equivocabas los signos. Cuando pasamos a la escritura con tinta mediante un plumín móvil, sujetado a un palito torneado, ya fue la acabose: gotas caídas sobre la libreta por demasiada tinta mojada en el tintero o porque te habías manchado la mano porque la habías puesto sobre la escritura que no estaba aún seca, hacían las cosas muchísimo más difíciles. Pero como antes de nosotros ya hubo otros que experimentaron los mismos desastres, el uso de una hoja de afeitar arreglaba el estropicio raspando sobre el papel.
Poco a poco, la escritura se fue acomodando a nuestro propio estilo, después de aprender la caligrafía, y fuimos inventándonos una firma con una complicada rúbrica para diferenciarnos de los demás. Las cuatro reglas aritméticas las fuimos aprendiendo de memoria a base de una cantinela y la Historia Sagrada y la de España nos introdujo en los mitos de nuestra existencia y de nuestra nación. La ortografía la aprendimos de memoria, como casi todo, pero también con los errores que íbamos cometiendo en la escritura, errores que eran señalados ostentosamente por el maestro en el lugar de la falta con tinta roja. Unas consignas políticas dibujadas en la pizarra con tizas de colores acababan de ilustrarnos la semana. En aquella infancia, iniciamos la lectura divertida gracias a los cuentos diminutos Calleja que llevaban los chocolates Tárraga. Durante aquellos años escolares, nuestra alimentación básica se reforzó con la ayuda norteamericana a base de un vaso de leche diaria hecha con leche en polvo y un trozo de queso.
Algunos privilegiados pudimos estudiar el Bachillerato a partir de los 10 años (unos 60 alumnos de toda la isla por curso), con enorme esfuerzo por parte de algunas familias, edad que era cuando se ingresaba en el Instituto Santa María para hacer el bachillerato, instituto único en toda las islas de Ibiza y Formentera que ocupaba, entonces, buena parte del edificio del Ayuntamiento de la Plaza de España 1 en Dalt Vila. Las clases de Bachillerato fueron sólo por las mañanas, siendo las tardes para estudiar, ir a repaso de aquellas asignaturas que más dificultades nos causaban, sobre todo matemáticas, pero también nos dejaba tiempo libre para ir a la biblioteca a leer o a jugar con nuestros amigos.
La caligrafía aprendida en la escuela se convirtió en escritura pensada, y nuestros medios de escritura se hicieron más complejos: pluma estilográfica rellenable de tinta mediante una goma que hacía de émbolo, hasta la aparición del bolígrafo de tinta seca Bic que revolucionó la escritura. Las cuatro reglas aritméticas se hicieron más complejas al ser usadas con quebrados, reglas de tres simples y compuestas o raíces cuadradas. La memorización de las cuatro reglas básicas de cálculo nos hizo el trabajo más fácil, pues en aquel tiempo no existían las calculadoras y cuando aparecieron en la década de 1960 estaba completamente prohibido su uso en las aulas. La geometría se hizo también más compleja y pasamos de las circunferencias y triángulos a los conos, poliedros y perspectivas. Aprendimos a hacer dibujo lineal en papel de barba con compases, reglas, cartabones y tinta china con una hoja de afeitar al lado para raspar lo mal hecho, y dibujo artístico con lápiz carbón y lápices de colores Goya con una buena goma de borrar al lado. La física y la química llenó nuestro cerebro de fórmulas de los elementos atómicos, sabiendo usar las fórmulas del agua como H2O o el del anhídrido carbónico como CO2, entre muchas otras cosas. El latín entró en nuestras vidas mediante Julio César o Cicerón para conocer a la madre de nuestras lenguas romances, y el francés se convirtió en nuestro segundo idioma «oficial» para abrirnos al mundo. La historia y la geografía se hizo mundial, con mapas físicos y políticos que teníamos que rellenar y colorear. Y la literatura nos convirtió en futuros lectores o escritores de historias o poesías.
Todo este saber cabía en una maleta de cuero que nos reconocía como estudiantes de bachillerato. Allí dentro llevábamos los libros que correspondían a las clases del día, las libretas de espiral con hojas que podían ser arrancadas y el cajoncito con los útiles de escritura que nos hacían falta en aquel día a día, además de la caja de compases, reglas y tintas varias. En la ciudad, nuestro suministrador principal para todo el material que usábamos en aquellos nuevos estudios fue la Librería e Imprenta de Can Verdera, en la calle Guillem de Montgrí, pero también la librería de doña Luz, dueña del Diario de Ibiza, en la calle de Azara o la don Pepe Ramón, en la calle Riambau. Allí solicitábamos desde los libros de texto hasta el último de los utensilios precisos para nuestro trabajo en estos segundos estudios que nos iban abriendo paso, de forma silenciosa, hacia nuestro futuro.
En los recreos de media hora del Instituto teníamos varias posibilidades: ir a jugar al Soto; ayudar a misa a don Isidoro Macabich, profesor de religión, en la capilla del Santo Cristo del Cementerio de la iglesia de Santo Domingo (solía tocar a los que conocía por ser o haber sido monaguillos, pues saber ayudar a misa requería unos conocimientos especiales en aquel tiempo); ir a buscar un bocadillo de atún al puesto de María en el Mercado Viejo o, esto especialmente interesante, ir a Can Carlos o Carlets a alquilar tebeos. Sí, habéis leído bien: alquilar. Sentados en el bordillo de la acera de la calle Torres Guasch, actual carrer de sa Xeringa, leíamos el último tebeo de El capitán Trueno, el Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín o Hazañas Bélicas por unos céntimos de peseta. La biblioteca pública de la Caja de Pensiones para la Vejez y de Ahorros, situada en el paseo de Vara de Rey número 3, era otro de nuestros sustentos «intelectuales» en las tardes de nuestra adolescencia, después de pasar por la sala etnológica de aquella institución de ahorro, bajo la atenta mirada de doña Regina, que cuidaba de que no leyéramos lo que no nos estaba permitido por nuestra corta edad. Los recién llegados libros de aventuras de Tin Tín eran nuestros preferidos. Los más asiduos a la biblioteca solían ser recompensados con una libreta de ahorro donde la Caixa te había ingresado una pequeña cantidad para que te animaras a ahorrar.
Dios, Patria y Franco: esta era la santísima trinidad de aquellos años de nuestra infancia y adolescencia. No había una cosa sin otra. «España es una unidad de destino en lo universal» era una de las frases de la Formación del Espíritu Nacional que nos enseñaban. La bandera simbolizaba a España y teníamos que rendirle culto con el brazo alzado cuando la izaban en el patio de nuestra escuela a primera hora de la mañana, antes de ir cada uno a su aula respectiva. «Una, grande, libre» era la leyenda que culminaba el escudo de España de la época. «Todo por la Patria» se leía en todos los cuarteles de los militares y la guardia civil. España, Patria, Bandera… todo era un todo y nosotros haciendo lo que nos mandaban, ya que estas frases no nos decían casi nada en nuestro día a día, salvo que eso de la Patria o de España nos marcaba un territorio y nos hacía diferentes a otras naciones. Para que nos enorgulleciéramos de ser españoles teníamos la Historia de España en la que se resaltaban los hechos de guerreros, reyes y descubridores, destacando que habíamos sido la nación más poderosa de la Tierra, «donde nunca se pone el sol», haciendo referencia al haber sido dueños por conquista o descubrimiento de lugares de todas las partes del mundo, desde América hasta las Filipinas o las Islas Marianas, media Europa y algunos enclaves de África, dando la vuelta al mundo.
Todo esto era fruto de una guerra civil de la que nosotros vivimos las consecuencias de aquella época de gritos, proclamas grandilocuentes y represión ideológica y de costumbres. Pero nosotros éramos niños o adolescentes y no sabíamos más de lo que nuestros padres nos podían contar, que solía ser muy poco por no decir nada. Lo único que les interesaba era que estudiáramos mucho para abrirnos un porvenir, porque el saber no ocupaba lugar.
Pronto llegaría una gran revolución: la máquina de escribir, cosa que fuimos aprendiendo algunos para poder trabajar en oficinas y bancos. Este artefacto se hizo casi imprescindible en muchas casas al fabricarse las máquinas de escribir portátiles. De aquí pasamos a los primeros ordenadores en la década de 1980 y a los primeros teléfonos móviles. Estos últimos 20 años han provocado la mayor revolución social y cultural de la historia. Vivimos desde hace cuarenta años en una democracia donde se escuchan todo tipo de proclamas e ideas políticas; hemos pasado de un estado de partido único a un “Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, y que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. Pero no podemos olvidar que el mundo se ha globalizado; que formamos parte de un gran proyecto en marcha como es la Unión Europea y que debemos preservar nuestro futuro de progreso y de unión para el bienestar de todos. Regresar al pasado es no haber aprendido nada del futuro.
Juan Antonio Torres Planells