JUAN ANTONIO TORRES
Era casi como una maldición bíblica que las mujeres de la casa tuvieran que llevar luto por los hombres y demás familiares fallecidos, en un ciclo interminable. Aquel mundo patriarcal, que se fue imponiendo desde la más lejana antigüedad, obligaba a toda la familia a permanecer en un estado visible de duelo por la muerte de los seres queridos más cercanos. Y nada mejor que las ropas negras, las cabezas cubiertas, el prescindir de jolgorios y celebraciones para escenificar el dolor por la pérdida del familiar, nada de radios, cines, bares y cualquier actividad fuera del recogimiento familiar. Pero las normas para la manifestación pública del dolor no serían igual para todos, siendo las más controladas las mujeres de la familia.
La despedida del marido, de la esposa, de un hijo, de los abuelos o de los tíos se había hecho angustiosa porque no se sabía que había al otro lado, en la ultratumba que había angustiado a los primeros hombres y que seguía angustiando aún hoy día. El sacerdote les había reconfortado con la fe en otra vida, con el encuentro con Dios después de la muerte física, pero siempre quedaba un halo de duda, un suspiro de cómo debe ser el lugar, el otro lugar fuera de nuestro cuerpo. El moribundo había recibido las caricias de los más allegados, que le reconfortaban, pues el contacto físico de las manos era un bálsamo para la despedida. Llegado el momento, se marcharía rodeado del cariño de los suyos.
En todas las culturas, el cadáver de las personas recién fallecidas ha estado rodeado de una sacralidad y respeto fuera de toda duda. Desde el momento de la muerte, comienzan las honras fúnebres, aquellas que deben hacerse al fallecido para acompañarlo en el tránsito a ese lugar que cada uno desea según sus creencias, pero que la incertidumbre de lo desconocido sigue llenando de angustia al moribundo y a sus familiares. Las costumbres culturales y las religiones han creado a lo largo de los siglos las pautas para una buena muerte como un hecho inevitable, y para un buen culto al muerto y un buen enterramiento para cumplir con aquel que nos había acompañado en vida. Aquí surgen toda clase de creencias y supersticiones, pero lo cierto es que, aún hoy día, el cuerpo humano difunto sigue siendo motivo de nuestro respeto y veneración.
Los lugares de enterramiento de los hombres no dejan de ser lugares para la putrefacción y descomposición del cuerpo. Pero desde la antigüedad se les ha relacionado como un lugar donde siguen ‘viviendo’ los que han dejado este mundo: ciudad de los muertos o necrópolis, según la creencia del mundo pagano; cementerio, del griego koimeterion, o ciudad de los durmientes, o como camposanto o lugar sagrado donde hay muertos enterrados que debemos respetar, según la creencia cristiana. Todos estos nombres nos llevan a deducir que, desde las más lejanas culturas, creemos que el ser humano no muere para siempre sino que queda su espíritu fuera del cuerpo físico. ¿Dónde va? ¿Qué hace? Ahí ya participan toda clase de interpretaciones filosóficas, religiosas o esotéricas para dar respuesta a estas preguntas. También estas preguntas dan cabida a que personas piensen que no hay nada fuera de la vida terrenal, que cuando se ha acabado se ha acabado, y que no hay espíritu que valga fuera de nuestro cuerpo físico.
En nuestra isla tenemos lugares de enterramiento de todos estos tipos que he señalado anteriormente: en Formentera hay un enterramiento megalítico; en la ciudad de Eivissa tenemos una magnífica necrópolis fenicio-púnica, así como otros enterramientos de esta época y de la época romana en diversos lugares dispersos de la isla; en la Edad Media se establecieron cementerios musulmanes cercanos al núcleo urbano de Dalt Vila; en los inicios de la época cristina medieval, comenzaron enterramientos cercanos a la iglesia de Santa María, ahora catedral, y también en el interior de las iglesias. En las iglesias rurales se hicieron los cementerios cercanos a dichas iglesias. Fue a partir de 1814, que se comenzó a construir el conocido como cementerio de Figueretes, en las afueras de la ciudad de Eivissa, para procurar una mejora en la salud de las personas para evitar epidemias que se originaban por la putrefacción de los cuerpos en los lugares de enterramiento dentro de la ciudad. En 1907, se tuvo que ampliar ese cementerio, conformándose poco a poco como lo conocemos ahora, con sus capillas, criptas y fosas comunes. Fue a principio de la década de 1970, que se comenzó a construir el nuevo cementerio de la ciudad de Eivissa, entre los montes de Cas Escandells y Cas Damians, siendo los primeros enterrados en este cementerio los restos de las personas fallecidas en el accidente de aviación del Caravelle de Iberia, el 7 de enero de 1972 entre Valencia e Ibiza cuando chocó contra sa Talaia mientras iniciaba la maniobra de aterrizaje. Fallecieron los 104 ocupantes de la aeronave.
Por cuestiones sanitarias, las casas donde había un fallecimiento, fuera por edad o fuera por enfermedad, eran motivo de una limpieza especial en los muebles, puertas, vigas de madera y las paredes. Una mezcla de petróleo, aceite y vinagre se pasaba por todo el mobiliario del dormitorio donde se había producido el fallecimiento del familiar y todas las puertas de la casa para desinfectarlas. Las vigas de madera eran limpiadas con aceite de linaza y todas las paredes se blanqueaban con cal, uno de los grandes desinfectantes naturales que teníamos en Ibiza. Cuando el fallecimiento había sido por alguna enfermedad que se podía contagiar o que los familiares tuvieran reparos en volver a usar cama y colchones del difunto por manías, se llevaban al crematorio situado en la ladera sur del Puig des Molins, conocido como es Clot Vermell. Allí se quemaban todos los enseres citados junto con las ropas y traje del muerto.
Desde el momento del fallecimiento, se iniciaba el rito del duelo o aflicción en los familiares del difunto, exteriorizada por el luto, consistente en vestirse de negro durante un tiempo estipulado y aceptado por todos como costumbre; en la realización de las exequias o funerales en honor al difunto, acto que se daba a conocer mediante recados y, desde la aparición de la prensa semanal o diaria en el siglo XIX, mediante esquelas mortuorias, y en la ausencia de manifestaciones de diversión o alegrías durante un tiempo también estipulado.
Hacer honras fúnebres a los difuntos es antiquísimo, donde cada cultura y religión tiene sus propias normas, siendo las que hemos recibido las católicas o cristianas. Embalsamamientos, incineraciones e inhumaciones han sido las formas tradicionales de tratamientos de los cuerpos de nuestros difuntos, operaciones que vienen reflejados en ‘El Libro de los Muertos’ egipcio, en el ‘Libro Tibetano de los Muertos’ o en las diversas costumbres y normas desde tiempos del Imperio Romano hasta nuestros días, siendo especialmente destacables los enterramientos de los creyentes musulmanes según el Corán o los enterramientos de los creyentes cristianos según las normas religiosas de las iglesias.
Hasta que se celebró el Concilio Vaticano II a inicios de la década de 1960, los funerales se celebraban una semana posterior al entierro del difunto. En aquel acto de honras fúnebres, era la primera vez que las mujeres de la familia del difunto salían de su casa para asistir al acto religioso de la misa de réquiem. Delante del presbiterio de la iglesia de la parroquia del difunto se colocaba un catafalco a modo de ataúd, cubierto por un manto negro y rodeado por cuatro candelabros. Según la categoría contratada para la honra fúnebre de misa de réquiem, había más adornos y más o menos cantantes y sacerdotes concelebrantes. El sacerdote decía la misa en latín, según la antigua liturgia, normalmente cantada: Dies irae dies illa y Requiem aeternam dona eis, Domine eran los cantos más sentidos en aquellos funerales.
Una vez realizado el funeral, comenzaba al anochecer en la iglesia el rezo del rosario durante nueve días, siendo de asistencia obligada las mujeres de la familia del difunto. Cuando se habían acabado los días de los rezos, era más fácil que las mujeres más cercanas al difunto comenzaran a salir enlutadas de la casa para hacer las cosas indispensables.
Sea como fuere, la sociedad antigua había creado una serie de normas para mostrar públicamente el duelo de los familiares por la muerte del ser querido y reafirmar el clan familiar. Por este motivo había unas conductas codificadas no escritas, que pasaban verbalmente de padres a hijos, que no se podían traspasar sin ser fuertemente criticados por la sociedad.
De entrada, no podía haber manifestaciones de diversión en la casa del difunto durante unos meses, sobretodo poner la radio y hacer risas. Por lo que respecta al vestuario, los hombres de la ciudad y los más jóvenes del campo llevaban americana con camisa blanca y corbata negra en señal de duelo. Además, en la manga izquierda de la americana se cosía una veta negra de unos 10 cm para manifestar el luto. Cuando no se llevaba americana, se debía cubrir la punta izquierda del cuello de la camisa con una cinta negra cosida. Los hombres mayores del campo llevaban un gran mantón de lana negra por encima de los hombros, además de ir vestidos con ropa negra y sombrero negro. Por su parte, las mujeres de la ciudad salían por la calle con el vestido negro y manto de gasa espesa en la cabeza, medias espesas negras y guantes negros. Las mujeres del campo llevaban un gran mantón de lana negra por la cabeza, tapándose casi toda la cara. Como que iban con falda larga, jubón y delantal negro, no se veían sus medias, pero también las llevaban de algodón espeso negro. Las niñas también tenían que ir con vestidos y lazos en el pelo negros y los niños iban vestidos como los más grandes. Todo este ritual en la vestimenta y comportamiento era para lo que se llamaba ‘duelo riguroso’. Cuando las mujeres aligeraban el rigor del luto, tenía que ser al cabo de un tiempo y de común acuerdo entre las mujeres de la familia, que acordaban el día. A partir de ahí, el luto permitía ir a lugares de distracción que antes no se podía ir.
El luto que os he comentado debía llevarse un cierto tiempo. Las mujeres debían llevar luto con velo negro, manto o mantón en la cabeza durante unos meses y vestido negro durante tres años por el fallecimiento del padre, madre o un hermano; cinco años por la muerte del marido, y se marcaba el luto, sin ser tan riguroso, para tíos y primos. Los hombres tenían el luto más llevadero, aunque también debían llevar algunos meses el brazalete negro en la manga de la americana o la punta negra del cuello de la camisa. Los niños éramos los más beneficiados con aquellos lutos rigurosos, ya que nos lo dejaban quitar más pronto.
Estar de luto suponía no poder tener la radio encendida en la casa, ni ir al cine, ni a pasear, ni ir al bar durante un tiempo. No hablemos de las bodas o comuniones programadas antes del fallecimiento de un familiar cercano: las suspensiones y los retrasos era lo que correspondía hacer o llevar a cabo bodas de madrugada y de negro en caso de fuerza mayor.
Desde finales de la década de 1970, estas costumbres fueron aligerándose hasta acabar desapareciendo.