En 1929, a los 34 años de edad, Robert Graves publicó su célebre autobiografía Goodbye to All That (Adiós a todo eso) y dijo adiós a un país que tenía, sin duda, muchas cosas buenas, pero que también se había convertido en un lugar rancio y asfixiante para el poeta. Decir “adiós a todo eso” es, últimamente, la fantasía que más veces contemplo a escondidas (What do you see when you turn out the light?) y que en ocasiones me lleva, como hoy, a escribir sin el mismo mérito que Graves, desde luego, pero con el mismo impulso amargo que proporciona la condición de doble isleño. Habría que decir adiós a todo esto.
Adiós a la ilusión de cultura que alimentamos unos cuantos en España: país que fabrica más libros que la mayoría y que lee menos que la mayoría. Adiós a la pretensión falaz de la cultura, del libro, como algo que importa en la sociedad y por el que vale la pena sacrificarse y vivir de una forma precaria: amigos, amigas… esto que hacemos (y esto que escribo) no le importa a nadie (¡y eso está bien!). Hagamos la prueba: caminemos por la calle pensando en nuestra diminuta poesía, en nuestro libro infinitesimal…; las mujeres, los hombres, los niños y los perros con los que nos crucemos no conocen ni conocerán nunca nuestras obras y nunca aportaremos nada sustancial a sus vidas. Su vida es otra cosa: se levantan, trabajan, hacen el amor cuando pueden y quedan en su tiempo libre con personas que intentan hacer lo mismo y juntos hablan, a veces, de lo tedioso que resulta todo y de los conocidos con cáncer. Si en ese momento la tele del bar está encendida y coincide con el telediario, puede que aparezca durante un par de segundos la silueta vetusta del poeta de turno, octogenario of course, recibiendo un premio estatal por haber dedicado toda una vida a esta cosa que no le importa a nadie. Es posible que coincida que estas personas, estos civiles, lleguen a ver los cuatro fotogramas que el telediario le dedica a este anciano o anciana y piensen, si acaso, “debe ser un poeta importante”. Y se habrá cumplido, felizmente, la mentira de la cultura una vez más.
Siempre fue un poco mentira y no dejaba de tener su gracia: la intelectualidad, consciente de su papel, frente a la masa; el pueblo que, en los momentos de necesidad, acude a los versos del poeta para buscar sosiego, clarividencia… Si en algún momento ha sido realmente así (algo que dudo, incluso en el caso de Miguel Hernández) estoy seguro de que ahora no. Proliferan las antologías contra la crisis (yo he participado, junto a otros muchos poetas, en una llamada En legítima defensa) y los poetas hablan del compromiso, de la importancia de la palabra frente al poder y los escritores de moda sueltan titulares moralistas en el Babelia. Nadie lee estos libros. Nadie lee el Babelia. No tienen la más mínima importancia. Por mucho que nos empeñemos en simular en Facebook que no es así.
En algún momento dejamos que todo esto se convirtiera en estados de Facebook y tuits»
Tengo casi la misma edad que tenía Graves cuando escribió Adiós a todo eso y he dedicado media vida a perseguir una idea de la cultura que hoy, sin dudarlo un momento, afirmo que no existe. Es bastante probable que el problema fuera mío, es decir, mi idea de lo que implicaba una vida dedicada a leer y a escribir. En algún momento dejamos que todo esto se convirtiera en estados de Facebook y tuits donde ensalzamos a los amigos y le recordamos al mundo (a nosotros mismos) que hacemos lecturas, que editamos libros, que traducimos… No sé cómo serán otros gremios, pero la acritud que se respira en el mundo de las letras en España (y sobre todo en el de la poesía) es asfixiante. Superada (con creces) la edad en que el sueño universitario, el sueño de la potencialidad, es posible, entiendo que, como siempre me dijeron, realmente no se puede vivir de esta cosa que, torpemente, he convertido en mi profesión. ¿Una vida entera dedicada a una cosa que no le importa a casi nadie y que no paga el alquiler? No gracias. Desengañémonos; no estamos trabajando por una idea superior, no hay nada al final del arcoíris (si os fijáis bien, veréis que el arcoíris es, en verdad, un cartel gigante de H&M) y la diferencia entre publicar y dar la barrila y escribir porque no puedes evitarlo y guardarlo en el cajón es un post de Facebook. Nada más. Adiós a todo esto. Basta de palabras; un ademán.