Oti Corona / Añadan un presuntamente después de cada nombre de varón, cojan aire y lean: Vionel Parfene acuchilló hasta la muerte a Beatriz Arroyo y después se lanzó al vacío desde el quinto piso. José Antonio disparó y mató a Piedad, su mujer, para suicidarse después. Un guardia civil de Ceuta, Brahim, tiroteó varias veces a su exmujer en las piernas y después se suicidó de un disparo en la cabeza. Juan Mendoza quería matar a su mujer pero no la encontró. Acabó disparando a sus cuñadas y a su suegra, consiguiendo matar a dos de ellas. Condenado en 2002 por estrangular a la que era entonces su pareja, Salvador Ramírez volvió a matar: cortó el cuello de Ana Lucía, y a continuación se hirió con un arma blanca y le metió fuego a la vivienda en la que se encontraban ambos. Queda aún por esclarecer quién degolló a Isabel Raducanu, embarazada de seis meses, en su casa de Xátiva.
Recuperen el aliento.
Todos estos crímenes contra mujeres han sido cometidos sólo en lo que llevamos de junio. Dieciocho días mientras escribo estas líneas. Alguien podría pensar que esto es una mala racha, una temporada de brutalidad insoportable, pero lo cierto es que este es un mes como cualquier otro. Vionel, José Antonio, Brahim, Juan y Salvador mantienen los asesinatos machistas dentro de la media de los últimos años.
A cualquier persona con algo de sensibilidad le debería parecer que la violencia ejercida contra las mujeres es un problema de primer orden. Si en vez de ser mujeres asesinadas por hombres fueran víctimas de terrorismo internacional o, no digamos ya, hombres asesinados por mujeres, el escándalo sería mayúsculo. Por desgracia, la narración es importante y, en demasiadas ocasiones, los medios de comunicación no están a la altura.
Mientras los asesinos apuñalan, tirotean, estrangulan, queman, degüellan o acuchillan, salpicándonos el calendario con la sangre de las mujeres, desde distintos medios nos cuentan cada nuevo caso de violencia de género como si se tratara de una novelita rosa, elaborando relatos costumbristas alrededor de la víctima y el agresor con el propósito de que empaticemos con este último.
Varios periodistas nos han explicado que Juan Mendoza (al que algunos llaman cariñosamente Juanín, sin comillas) es un hombre de raíces asturianas, de voz cadenciosa, que toca canciones piadosas y se han regodeado con su origen humilde, pasando de puntillas por sus numerosos antecedentes y por la situación de busca y captura en que se encontraba cuando mató a sus cuñadas e hirió a su suegra. También se han referido a José Antonio y Piedad como una pareja modelo, que siempre aparecían juntos y dichosos, ilustrando la noticia con la foto sonriente de ambos, y obviando que, según todas las informaciones, él la había tiroteado hasta la muerte.
Además de dulcificar la imagen del agresor, hay medios que se empeñan en dar información supérflua e innecesaria sobre la víctima. Ya nos han explicado decenas de veces que la exmujer de Juan Mendoza tenía una nueva pareja y vivía escondida por miedo a su exmarido. Se ha escrito que Mendoza no soportó que su mujer le abandonara o que él decidió disparar a las hermanas al no conseguir dar con su novia de toda la vida. Quien haya leído estos días la prensa sabrá también que una de las mujeres asesinadas en el mes de junio tenía problemas psiquiátricos, otra ejercía la prostitución y otra había dejado varias veces a su novio pero siempre había acabado volviendo con él. Todo detalles superfluos, que no aportan nada sustancial a la noticia y que más parecen tener un interés por invertir hacia la víctima y sus circunstancias la responsabilidad del ataque que por informar.
Con este relato de los hechos no es de extrañar que se decreten días de luto por la muerte de un matrimonio, poniendo al mismo nivel a la víctima y su presunto asesino –ha sucedido con José Antonio y Piedad, en Iznájar– o que se reúnan decenas de personas para ladrar contra LIVG mientras rinden homenaje al presunto agresor –ha sucedido en Ceuta, con Brahim– o que un juez decida conceder el tercer grado, en contra del criterio de la cárcel, a un condenado por matar a su mujer –sucedió en Córdoba, con Salvador Ramírez–.
Frente a periodistas serios que saben cómo debe abordarse la violencia contra las mujeres, abundan aún los profesionales que prefieren recrearse en el morbo, hurgar en la cochambre, hablar de reyerta o de enfrentamiento entre clanes, compadecerse del asesino, culpabilizar a las víctimas, pretender que tal o cual asesinato ha sucedido por algo, charlar con los vecinos, achacar el crimen al mal, a la locura o a los demonios, cotillear sobre la vida de la víctima, comentarnos lo buen amigo, excelente guitarrista, gran deportista y mejor persona que es el agresor. Me temo que el objetivo de estos chismosos es que cuando nos expliquen desde otras fuentes el verdadero y único móvil de los criminales machistas arqueemos una ceja y respondamos sorprendidos: ¿Machismo? ¿Qué machismo?