Sant Antoni se ha convertido en los últimos años en el rompeolas de Ibiza. Cualquier cosa mala que se haya dicho o se quiera decir sobre la isla pasa, inevitablemente, por poner algún ejemplo de la Villa de Portmany. Y lo peor de todo es cuando echan pestes del municipio los que aspiran a gobernarlo. Un claro ejemplo de esto ocurrió hace aproximadamente dos años, en las últimas elecciones locales, cuando determinados partidos aseguraban que iban a dar un giro de 180 grados a Sant Antoni porque era una vergüenza, un asco y prácticamente una ciudad sin ley.
A día de hoy Sant Antoni está peor que hace dos años y, al igual que en esos momentos, ni es un asco, ni una vergüenza ni una ciudad sin ley. Es un pueblo que, como todos, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas y, pese a la mala imagen que han dado sus gobernantes a lo largo de esta legislatura, es un municipio con unos ciudadanos que aman su tierra, que quieren lo mejor para ella (cada uno desde su muy loable punto de vista), que saben cómo trabajar unidos para alcanzar un bien común y, sobre todo, unos ciudadanos solidarios y comprometidos a más no poder con un sinfín de causas justas.
Podría escribir páginas y páginas sobre acciones altruistas que se desarrollan en Sant Antoni
Podría escribir páginas y páginas sobre acciones altruistas que se desarrollan en Sant Antoni por colectivos y particulares, pero hoy me quiero centrar en una persona en particular por su proximidad hacia mí (es uno de mis dos mejores amigos y prácticamente un hermano). Se trata de Alejandro Ponce Costa, un agente del cuerpo de la Policía Local del estigmatizado municipio de Sant Antoni.
El pasado 24 de enero nos informó a Quique y a mí (la otra pata de nuestro peculiar taburete) de su inminente partida hacia la isla griega de Lesbos para participar en misiones de salvamento. Tengo que reconocerlo, esta noticia me emocionó muchísimo porque, tras conocer el drama que se está viviendo por esas costas con los refugiados que huyen de la guerra de Siria, saber que alguien a quien tanto quiero había puesto sus dos cojones sobre la mesa y había optado por arriesgar su vida para salvar la de otros era algo que jamás podría haber imaginado.
La semana pasada Alex volvió de su periplo por tierras (y `por aguas) griegas. Teníamos mono de vernos, de abrazarnos y de charlar largo y tendido de sus vivencias por la isla de Lesbos. La solemnidad del tema a tratar recomendaba que no fuera una de nuestras tradicionales conversaciones entre cervezas. Para la ocasión yo opté por un café solo y él por una manzanilla “porque el café deshidrata”. Lo vi más delgado, con unas ojeras más pronunciadas y con su habitual brillo en los ojos, aunque ya no tan canalla como en otras ocasiones. Era algo más… espiritual.
mi curiosidad periodística y mi admiración por mi amigo hicieron que soltara de sopetón los cientos de preguntas que llevaba semanas deseando hacerle
Tras unos breves minutos de charla insustancial y risas mi curiosidad periodística y mi admiración por mi amigo hicieron que soltara de sopetón los cientos de preguntas que llevaba semanas deseando hacerle: ¿de dónde ha salido esa vena solidaria?, ¿cómo tomaste la decisión de arriesgar tu vida para salvar la de otros?, ¿cómo vive en la gente en los campos de refugiados?, ¿cómo has podido soportar la presión?, ¿cómo te ha cambiado esta experiencia? Y Alex, buen conocedor de mi impaciencia y de lo insistente que puedo llegar a ser, dio un largo trago a su manzanilla para hidratarse y empezó a narrarme a pies juntillas su experiencia.
La muerte del pequeño Aylan, el niño sirio de 3 años que apareció ahogado en una playa de Turquía el 2 de septiembre de 2015, fue el detonante de todo. Ahí tomó la decisión de que, fuera como fuera, tenía que impedir en la medida de lo posible que se volviese a repetir una imagen de ese dramatismo. Para ello se puso en contacto con infinidad de ONGs hasta que dio con la idónea: PROEMAID, una asociación puesta en marcha por un grupo de bomberos en Sevilla y que, tras estudiar su currículum, le informó el pasado mes de diciembre que en poco más de un mes se tendría que trasladar a la isla de Lesbos.
Una vez llegada la hora señalada y tras más de 12 horas de viaje, Alex y sus compañeros de fatigas llegaron al pequeño apartamento que les serviría en las siguientes semanas de base y de zona de descanso. Pero prácticamente sin tiempo para descansar les tocó hacer la primera guardia presencial en una playa al sur de la isla. De 12 de la noche a 8 de la mañana, a diario, 4 personas vigilan cualquier barca que pueda acercarse a la costa: dos desde la arena y otros dos en una pequeña embarcación. En esas noches de invierno la sensación térmica a orillas del mar llegaba a alcanzar los 8 grados bajo cero, y tan sólo los voluntarios situados en la arena podían contar con una pequeña hoguera para luchar contra el intenso frío.
no fue hasta la tercera noche cuando hubo que hacer el primer salvamento
Pero no fue hasta la tercera noche cuando hubo que hacer el primer salvamento. El primero y, a su vez, el más emocionante ya que entre las personas que arribaban a tierra había un niño de 15 meses y un anciano de 75 años que arriesgaban sus vidas para huir de la guerra de Siria. “En esos momentos ni se te ocurre pensar en tu seguridad personal, especialmente porque vas equipado con un equipo profesional de salvamento”, me asegura Alex, “por lo que sólo pones todo tu empeño y tus fuerzas en que esas personas lleguen vivas a tierra”.
Y cuando no están de guardia en la playa para tratar de salvar vidas, los voluntarios descansan un par de horas y dedican el resto de la jornada a ayudar a otras ONGs y a visitar los campos de refugiados. De estos últimos hay que destacar el de Moria, un campo de refugiados que se ubica en una antigua cárcel “y que es un infierno en la tierra”. De hecho, este infierno y el denominado ‘Cementerio de chalecos’ es lo que más impactó a mi amigo.
En Moria, en tan sólo una semana, 5 personas murieron “presuntamente por el frío”, aunque realmente las causas exactas jamás se llegan a saber en un lugar tan infrahumano como ese que está habilitado para 2.000 personas y donde a día de hoy hay más de 6.000. “Te queda una sensación muy rara saber que sacas a esa pobre gente del agua para que después la metan ahí. El único consuelo que te queda es que, al menos, lo que les estamos dando es una oportunidad para sobrevivir”.
La mala vida que sufren estos refugiados en tierras de Lesbos se vio agravada la pasada semana por el terremoto de 5 grados en la escala de Richter que afectó a la isla. Los voluntarios prácticamente ni lo notaron, pero el temblor sólo hizo que empeorar las ya de por sí deplorables condiciones de vida de los encarcelados en Moria.
Aquí a uno se le saltan las lágrimas»
La otra imagen impactante la vivió Alex en el ya citado Cementerio de chalecos, que es ni más ni menos un vertedero que ha habilitado el Gobierno insular de Lesbos para tirar todos los chalecos de los miles y miles de refugiados que llegan día tras día a sus costas. Se trata de un área de un tamaño superior a dos campos de fútbol en la que se apilan en montañas de más de 3 metros de altura los salvavidas. “Aquí a uno se le saltan las lágrimas porque se da cuenta de la magnitud de la tragedia. Especialmente me emocionó ver un pequeño chaleco rosa, de la película Frozen, idéntico al que usaba mi hija para aprender a nadar”, me comenta Alex emocionado.
Una vez de vuelta en España a este Policía Local de Sant Antoni, este maravilloso y solidario municipio, le queda la sensación de que tiene que volver y de que todo lo que ha vivido en la isla de Lesbos parece imposible que pueda pasar en Europa en pleno siglo XXI. De hecho, hay que hacer algo urgentemente para que estas personas, algunas huyendo de la guerra y otras del hambre y la miseria, no tengan que verse en la obligación de tener que arriesgar sus vidas y venir a Europa para, con suerte, sobrevivir y pasar años y años malviviendo en campos de refugiados.
Esta experiencia, según me explica Alex, “ha removido toda mi escala de valores en la vida”. Yo espero que, como a mí, esta experiencia remueva muchas conciencias y, a falta de poder hacer algo más, los portmanyís logremos recaudar mucho dinero para que PROEMAID y otras asociaciones puedan seguir realizando su impagable labor.
Que haya gente fantástica, que la hay, y mucha, no quita que el pueblo dé pena o vergúenza en verano.