Oti Corona/ No deja de sorprenderme la ilusión con la que, año tras año, niños y adultos vivimos el comienzo de un nuevo curso como si no fuera este una repetición del anterior. Sabemos –aunque intentamos no pensar en ello– que nos enfrentamos a lo de siempre: un año académico con el mismo sueño y el mismo frío de todos los años, las jornadas interminables, las fiambreras del desayuno, los deberes (me gustaría hablar con el que inventó esta palabra), las idas y venidas a actividades extraescolares, las prisas y los lloros, el chándal de los martes y la fruta de los jueves.
Llega el nuevo curso y apenas cambia nada y las madres, siempre las madres, nos ocupamos de que todo sea nuevo o al menos lo parezca, como si, percibiendo la que se nos viene encima, quisiéramos dar una capa de maquillaje a la realidad. Afilamos los lápices, lavamos las mochilas, compramos deportivas con luces de colores. Intuimos que antes de noviembre la mitad de los lápices se habrán perdido, las mochilas estarán zarrapastrosas y el barro no dejará ver las luces de las bambas, pero tenemos que sobrevivir, así que fingimos que no nos importa.
Llega el nuevo curso y apenas cambia nada y las madres, siempre las madres, nos ocupamos de que todo sea nuevo o al menos lo parezca.
«Reglas de urbanidad para uso de las señoritas ordenadas», por Fernando Beltrán de Lis Fuente: Todocolección
Estrenamos también nuestro grupo de whatsapp de madres –sí, de madres: la presencia y la participación de los padres es tan anecdótica que no merece mención–. Es el mismo grupo del año anterior, pero le ponemos el nombre del curso que estrena nuestro hijo y, tachán, parece nuevo. En el grupo de whatsapp charlamos, nos echamos una mano, resolvemos dudas, organizamos eventos, nos tiramos de los pelos o compartimos información. Nada que no se viniera haciendo hasta ahora en la puerta del colegio o en un banco del parque.
Precisamente por la escasa novedad que suponen los grupos de whatsapp de madres, me sorprende la antipatía que despiertan en ciertos sectores. Hay colegios, profesionales y páginas web relacionadas con el mundo de la educación que han llegado a redactar consejos sobre cómo debemos comportarnos en estos grupos. La lectura de esas recomendaciones me ha llevado de viaje hasta el siglo XIX, y más concretamente hasta el manual Reglas de urbanidad para uso de las señoritas. Se nos dice en qué tono debemos hablar, qué temas podemos tratar y cuáles debemos evitar, se nos conmina a no participar en cotilleos y nos alertan de que nuestra actuación en el grupo de whatsapp del colegio puede desencadenar la tercera guerra mundial, la muerte del rey emérito y el Apocalipsis.
Nos alertan de que nuestra actuación en el grupo de whatsapp del colegio puede desencadenar la tercera guerra mundial, la muerte del rey emérito y el Apocalipsis.
Ya tiene narices que no haya consejos para los grupos de whatsapp del club de fútbol, de la familia o de la asociación de vecinos. Se ve que en esos grupos todo el mundo se comporta y jamás se pasan fotos subidas de tono, bulos racistas ni chascarrillos de pésimo gusto y peor gracia. El hecho de que se hayan elaborado listas de advertencias dirigidas exclusivamente hacia los grupos de madres me trae una palabra a la cabeza: misoginia.
La misma misoginia que nos ha silenciado durante siglos, la que no soporta que hablemos en las sobremesas, en las reuniones, en los debates o en los medios de comunicación, ¿cómo iba a quedarse de brazos cruzados teniendo delante de las narices grupos de mujeres –madres, para más inri- hablando y hablando como si tal cosa?
Es lo que les decía al principio: todo parece nuevo sin serlo y cada curso es una repetición del anterior. En lo que se refiere al desprecio hacia las madres, llevamos en bucle más o menos desde el siglo XIX.
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