Oti Corona / Tengo miedo. Miedo de ponerme enferma, de que me contagien o de contagiar a alguien, lo que se traduce en miedo a acercarme o tocar a otras personas. Miedo al desabastecimiento. Miedo de la gente que sale a la calle porque sí. Miedo de las personas que insultan desde el balcón a sus vecinos. Miedo de que la cuarentena se alargue hasta lo insoportable. Miedo por las mujeres condenadas a confinarse con su maltratador. Miedo a morir sola, miedo de no poder acompañar a un ser querido. Miedo de la gente que saca a pasear a una gallina o a un gato con correa. Miedo a las repercusiones que el confinamiento total pueda tener en los niños. Miedo del colapso de nuestro sistema sanitario. Miedo por el personal que cubre nuestros servicios más básicos, por su falta de recursos. Miedo por todo lo que se nos viene encima, que va a ser mucho, malo y de golpe. Miedo a la recta ascendente y a la curva que no baja. Ya lo ven. Me cago viva.
Estos días me he dado cuenta de lo poco que se habla del miedo. He leído decenas de artículos sobre diversos estados de ánimo, trastornos y procesos psicológicos. Tengo una idea de cuáles son los síntomas de una depresión o de cómo afrontar un duelo. Sin embargo, la primera vez que sentí miedo no supe qué me estaba sucediendo. Ocurrió el lunes pasado. Salí al patio y contemplé la cuesta que lleva a mi casa, el bosque al otro lado de la acera, la farola de la esquina, las luces de la ciudad. No se oía nada. Nada en absoluto. Así tomé conciencia de cómo el silencio había sustituido al runrún de la vida –el rugido esporádico de algún coche, el parloteo de los chicos en su botellón al final de la calle, los pasos de algún caminante–. El cuchicheo que llevaba tiempo agitándose en mi cabeza se dejó oír de pronto con total claridad. Era un murmullo que me hablaba de muerte, de colapso, de soledad, de aislamiento y de incertidumbre. Un escalofrío recorrió mi espalda y después empecé a temblar. Aún no lo sabía entonces, pero estaba temblando de miedo. Necesité pasar dos noches tiritando antes de sentarme a descifrar lo que fuera que trataba de decirme mi cuerpo.
Ahora sé que tengo miedo, y que al miedo le pasa como al coronavirus: todavía no hay vacuna y se contagia con facilidad. Por eso sé que esta congoja paralizante, salpicada cuando no por la impotencia por la tristeza, ha invadido ya todo mi entorno y mis amigos, compañeros y familiares comparten este desasosiego permanente.
Les cuento esto porque creo que es importante hablar del miedo. Poner palabras a aquello que nos inquieta es el punto de partida para empezar a combatirlo y, en nuestras circunstancias, podemos hacer algo más que quedarnos en casita, teletrabajar, ayudar a los pequeños con sus tareas escolares y echar una mano a los abuelos.
Por ejemplo, podemos eliminar ya de una vez los bulos que circulan por las redes. Basta. Que paren ya los malditos audios. Ni el médico de no sé dónde, ni el tipo que te asegura con voz grave que ha salido de una reunión con no sé quién, ni la señora que pedía mascarillas para Can Misses, tienen ni idea de nada. Lo mismo con los señores grabándose en primer plano con sus peroratas sobre lo durísimo que va a ser todo a partir de ahora. Son mensajes alarmistas que solo consiguen turbarnos aún más si cabe. Antes de darle a “compartir” conviene preguntarse si el mensaje contiene información novedosa, si proviene de una fuente oficial (ojo, la empleada de la hija del doctor Canet no es una fuente oficial) y si va a ser útil. Si la respuesta a cualquiera de estas tres preguntas es “no”, vale más olvidar el mensaje cuanto antes.
También puede, quien quiera que lo esté haciendo, dejar de vigilar a los vecinos. No se vigila quién sale a aplaudir y quién no, ni cuántas veces saca al perro la vecina del tercero. Mención aparte merece la gentuza que se dedica a increpar desde sus balcones a los transeúntes, sin importarles si la persona a la que insultan es un enfermo terminal, un sanitario volviendo de su trabajo o un padre con su hijo autista, es decir, personas con todo el derecho a salir de casa para cuidar su salud o para cuidar de otros. El salvajismo no va a detener el virus pero va a expandir nuestra sensación de inseguridad y, por tanto, nuestro miedo. Excepto para echar una mano a quien lo necesite, métanse en sus asuntos.
En un futuro no muy lejano habremos retomado nuestras rutinas. Este pánico al que ya nos hemos habituado se irá difuminando y volverán, junto con los madrugones y las prisas, nuestras antiguas preocupaciones cotidianas. Intuyo que nos espera una pelea muy dura para conseguir que esta pandemia no suponga además una escabechina en los derechos sociales y laborales. No nos queda otra que lidiar con nuestros temores mientras nos vamos acercando a ese horizonte; quizás ir tomando posiciones para lo que venga detrás del virus nos ayudará a construir un porvenir lleno de esperanza en el que, por fin, no haya nada que temer.