Ayer por la mañana fui al súper de turno a aprovechar la oferta de dos botes de vacío existencial al precio de uno. Esa segunda naturaleza que lo define todo —esa naturaleza humana y artificial que parece un tiempo que se añora a sí mismo desde una distancia disimulada— últimamente tiene todo tan cargado de sentido que empezaba a sentir que me ahogaba. Así que me chuté un bote por la mañana y dejé el otro para la tarde. Eso me permitió alcanzar esa sensación de paz que da la impermanencia, el vacío, el sinsentido. En modo peripatético, me dediqué a caminar por las calles sin rumbo, simplemente por el placer de pasear.
Recuerdo que, cuando mis hijos eran pequeños y venían con cara de aburridos, les decía que se pusieran a mirar la pared. Les enseñé que debían aprender a aburrirse, a suspender. Y lo hacían. Creo que la idea de que los padres debemos convertirnos en monos de feria para entretener a los niños es un error. Educar, sí, pero hasta ahí. Lo demás les toca a ellos, y entre ellos. Es así como desarrollan más aptitudes. Hay que conservar cierta distancia; es importante.
A mí me tocó mucho de eso: crecer en un pueblito de montaña rodeado de cabras y caminos angostos, donde el silencio de las montañas daba vértigo. Aprendes a observar y a divagar. Muchas veces estabas solo, y aprendías a estar solo. Estabas aburrido, y aprendías a estar aburrido. Otras veces, simplemente te tumbabas a la sombra de un castaño con una brizna de paja en la boca y, con la mirada atenta a lo que sucedía a tu alrededor, dejabas pasar las horas… y la vida, con cierta calma.
Me inspiraba la historia de Las dos velas de Diderot. Por escribir un libro donde afirmaba que el conocimiento proviene de los sentidos y no de la revelación celestial, para el rey aquello fue provocación suficiente para encarcelarlo. Aunque fue recluido en pleno verano, su carcelero le llevaba dos velas cada día. Diderot le dijo que podía llevárselas, ya que no las necesitaba, puesto que tenía luz de sobra. El carcelero le respondió que mejor las guardara. Fue entonces cuando Diderot comprendió que estaría encerrado por mucho tiempo. Y aquello se tradujo en un plan mayor: la obra del conocimiento, la primera enciclopedia.
Hice un pacto con aquel castaño: un pacto de no dejar nunca de observar y divagar a cambio de nada, sin función útil, sin engranajes que den cuenta, sin sentido. Por eso paseaba esa mañana con la necesidad de un vacío existencial. Porque necesito aburrimiento para divagar y para observar.
Así llegué a la playa. Vi grupos de chicas haciéndose fotos; no haciendo fotos, sino haciéndose fotos. Y vi grupos de chicos mirando el móvil, no haciéndose fotos, sino explorando o consumiendo las fotos que subían las chicas a su Instagram. Todo a través de esa segunda naturaleza: esa delectación masoquista o histérica.
Supongo que todo esto pertenece a la cruzada del prejuicio sistemático, a eso que nos queda de animal. Algo así como ver Friends: todos lo hemos hecho con mayor o menor interés. Observaba a las chicas, empachadas de fotos, sin parar de hacerse. Parecía su único motor de búsqueda. Pensaba en la destrucción de la salud física y mental, o incluso en la desintegración de la identidad personal, en esas barriadas miserables como Instagram o TikTok. Cada vez que un dedo presionaba el disparo de una cámara, o que otro dedo dinamitaba una foto con un “me gusta,” veía la necesidad de reafirmación, de utilidad como objeto, como marca, como componente decorativo de consumo.
Puede que me quedara corto para entender qué sustancia y qué realidad útil tiene hacerse tantas fotos. Pero para ellas estaba claro que algo sucedía.
Lo peor de todo, y esto que quede aquí entre tú y yo, es que las hacían a color. Estamos condenados al color. Nadie sueña en blanco y negro. Tal vez por eso las fotos en blanco y negro tienen esa magia, algo que escapa a la realidad. Sin embargo, irónicamente, los grupos de chicas seguían haciéndose fotos a color sin culpa ni pena.
Samaj Moreno