Hay días en los que ser tía es especialmente difícil. Domingos por la tarde, sobre todo.
“Hoy tocan los enanos en el Palacio de Congresos”, dice mi hermana.
“Merde”, pienso. “Nos vemos allí”, respondo.
Aun a riesgo de parecer desalmada, confesaré que me emociona ver a mis sobrinos sentir los acordes y volar con ellos a través de sus melodías de juventud. No tanto al resto de sus compañeros.
Sin embargo, el pasado fin de semana me llevé una grata sorpresa. Junto a los niños cantores del Coro Infantil de la Escuela Municipal de Música de Santa Eulària des Riu, se encontraba la Banda Municipal. Adultos con instrumentos. ¡Qué delicia!
Junto a ellos viajamos a través de la historia del Mediterráneo y, después de casi 30 años de misterio, por fin pude ver la cruz que colocó mi padre junto a sus compañeros en la cima de Es Vedrá; algo que, debido a mi acuciada miopía, me había sido imposible discernir en todos nuestros recorridos alrededor de este islote y su pequeño colindante.
Junto a los ritmos de una gloriosa sinfonía compuesta por un ibicenco, un dron pirueteaba de fondo sobre los picos de ambas islas. En uno de esos recovecos, allí estaba.
Mi padre, orgulloso de su hazaña, asentía en silencio ante mi mirada cómplice.
Entonces lo vi claro.
Lo vi subiendo a lo más alto de aquel inmenso acantilado. Y gobernando navíos cual corsario. Lo recordé nadando a ritmo lento sobre la superficie salada. Pescando langostas con las manos… ¡aquellos maravillosos años! Nombrando islotes, leyendo nubes y retando faros.
También lo vi entre las olas atravesando el Atlántico. Regatas, risas y sueños mecidos por el viento, con la frente asalitrada y la tez rojiza.
Me vi creciendo a su lado encarando el levante. Haciendo nudos, cazando cabos y surcando miedos.
A mi padre le debo el mar, pensé sin dudarlo.
¡Menudo regalo!