BIANCA SÁNCHEZ GUTIÉRREZ / Siempre quise tener un perro. Recuerdo que de pequeña le pedía a mi madre -llorando casi siempre- que, por favor, convenciera a mi padre para traer un perro a casa. Siempre hemos vivido en un pequeño piso en Sant Antoni y, precisamente, el tamaño de la casa era la excusa que argüía mi padre vehementemente para acabar con esta petición. Recuerdo que acariciaba a todos los perros que veía por ahí y que lloraba en secreto cuando me encontraba a uno callejero, pensando que no tendría una familia que le quisiera y le diera de comer. No obstante, lo que entristecía amargamente mi cándida conciencia eran las campañas gubernamentales para sensibilizar contra el abandono animal, aquellas de «Él nunca lo haría». ¿Cómo puede haber gente tan mala?, me preguntaba sollozando. Y no me refería a los publicistas, qué va. Desde entonces tengo un prejuicio bastante irracional y sin fundamento científico, pero que para mí se queda y ahora les comparto: toda la gente que odia a los animales es mala gente. De esa gente no hay que fiarse. Y ese darwinismo especista me funciona impecablemente, puesto que lo aplico en mis relaciones sociales con rotundo éxito.
Por supuesto, mi madre desoyó mis reiterativas súplicas y me tuve que conformar con las historietas sobre su perro Fito, al que rescató de un contenedor de basura a principios de los ochenta en el pueblo sevillano de La Torre y con el que convivió durante una breve temporada. También me animaba yéndome algunos domingos al chalé de un amigo de mi padre, Pepe ‘el Pasmao’, quien tenía una casa muy grande y, por consiguiente, un pastor alemán que me dejaba darle abrazos y me daba lametones en las manos cuando mi padre no nos vigilaba.
Al final, y tampoco demasiado tiempo después, bajo el brazo de mi hermano mayor llegó a casa un cocker spaniel canela de unos pocos meses. Recuerdo que, en medio de aquel éxtasis de felicidad, solamente le preguntaba a mi hermano: ¿pero lo vas a dejar en casa? ¿de verdad que nos lo vamos a quedar? Y vaya si se quedó. En un momento de brillante originalidad, decidimos que nuestro cocker spaniel se llamaría Cocky. Cocky Sánchez Gutiérrez. Conservo ese día en la memoria cristalinamente, el día más feliz de mi infancia.
Cocky fue el mejor perro del mundo. Aunque popularmente se abusa en exceso de esta expresión, en este caso sí es cierto. Cocky se ganó por méritos propios el ascenso al pico de la pirámide social en la que estaba repartida la jerarquía doméstica de los Sánchez Gutiérrez. Era ‘El Cocky’. Aprendió cuáles eran las zapatillas de casa de cada uno de los miembros y, a medida que llegábamos, nos las iba trayendo a la puerta. ‘El Cocky’ dormía en el sofá del salón por el día y a los pies de alguna de las camas por las noches. Tenía, además, algún tipo de inteligencia social interespecie por la que sabía perfectamente cuándo algún miembro de la familia estaba triste, y allá que iba él a acostarse a su lado y, en caso de que fuera necesario, enjugarle las lágrimas.
Únicamente bebía agua en el bidé y no se retiraba hasta que no le limpiábamos con papel higiénico acolchado de tres capas el hocico, todo con tal de no ir por la vida goteando agua. Ahí se refinó. Incluso, ya en su veteranía, aprendió a abrir solo el grifo del bidé, lo cual era un terrible despropósito porque terminaba todo lleno de agua, que era justo el cometido opuesto por el que él inicialmente había decidido beber en el dichoso bidé. Cuando se portaba bien, que era casi siempre, le dábamos unos palitos a modo de chuchería que le volvían loco y que, a la larga, no favorecieron demasiado su figura apolínea.
Aunque no se vayan a creer que siempre fue un bendito: antes de una forzosa y médicamente prescrita esterilización, se escapaba furtivamente al campo con -sospechamos- alguna compañera, y hasta dos días más tarde no volvía a casa. Cuando se escapaba dejábamos el portal abierto porque él sabía perfectamente cuál era el camino de vuelta y cuántas veces tenía que llamar a la puerta de casa para que alguno de nosotros le oyera y le recibiera con alguna regañina de dudosa ira. Si la casa se encontraba vacía a su vuelta, se acostaba en el descansillo de la escalera a esperar que alguno de nosotros llegara. Luego lo duchábamos y, como quien nada tiene que expiar, ocupaba su inexpugnable sitio en el sofá. Ciertamente, con la edad comenzó a roncar, y la situación se convirtió en una suerte de competición con mi padre para ver quién podía hacerlo más fuerte, algo que resultó a todas luces intolerable e inmoral para el resto de la familia. ‘El Cocky’ tampoco consiguió relajar nunca la tensión que le generaba quedarse completamente solo en el piso, y los cojines de toda la casa así lo atestiguaron durante los años que convivió con nosotros. Pero lo que resulta más importante de toda esta historia es que ‘el Cocky’ era feliz y eso nos hacía felices al resto. No puedo probarlo, pero en ocasiones me pareció verle sonreír.
Nos acompañó durante 18 años. La noticia de su muerte, que me llegó en forma de llamada telefónica mientras estudiaba la carrera en Sevilla, la sentí más que cualquier golpe. A pesar de su edad y de que sabíamos que el tumor cerebral que le habían detectado era terminal, no estaba lista para perderle. El día que se murió me hice mayor. Ese fue, hasta hoy, el día más triste de mi vida. A veces me sorprendo recordándole, porque todavía hoy, seis años después, le echo de menos.
Por eso, porque sé cómo y cuánto se quiere a un animal, porque se ganan con firmeza el apellido familiar más que ningún otro miembro y te enseñan el valor de la fidelidad y la bondad como ningún humano puede hacerlo, no comprendo cómo alguien puede abandonarles.
Según un reciente estudio patrocinado por la Fundación Affinity y dirigido por el doctor Jaume Fatjó, el abandono de mascotas está aumentando: en 2018 se abandonó un centenar más de perros y gatos que en 2017, lo que implica que estamos en el tercer año consecutivo con aumento notorio de abandono. Las cifras, que son orientativas, solamente incluyen aquellas protectoras que se han prestado al estudio. Por consiguiente, la realidad es todavía más dantesca.
Las bondades de convivir con un animal, siempre y cuando exista una sincera disposición a su cuidado responsable, se las acabo de narrar. Así que, por favor: nunca, jamás y en ningún caso le abandonen. Por supuesto, y como pueden comprobar a través de mi historia, él nunca lo hará.