Reflexionando en las últimas semanas sobre la realidad de la monarquía y el súbito aggiornamiento que vive en estos momentos he llegado a pensar que el auténtico cambio no reside en la identidad de quién detenta y ostenta (en algunos casos) la jefatura del Estado sino en la utilidad que se le da a quien la abandona. Ya no está don Juan Carlos para volver a Botsuana a trotar con los elefantes y con las corinas y coristas que se pongan a tiro de su escopeta de repetición y disfrute. ¿Qué se puede hacer entonces con él? Yo he encontrado la solución: convertirlo en una botella de coñac o de vino gran reserva. Con todos los respetos y consideraciones que su persona y personalidad merecen. No sea que vayan a colocar el brandy Juan Carlos I junto al Don Simón o el Don Limpio, antes Mister Proper. Desde la realeza hasta el más plebeyo muchos miembros de las clases más aristócratas tienen muchos su referencia alcohólica probablemente gracias a sus condiciones de bons vivants.
Si vas a una licorería o al mismo súper es de mala nota conformarse con la sidra champán El Gaitero o con el vodka Gorbachov, que existe, pero que no puede tener mucha solera por mucho salero que le eche el inventor de la Perestroika, por simples razones cronológicas e históricas. Ojo. «Si Versailles pourrait parler…», que dicen los franceses, nos enteraríamos de tantos secretos de bodegas y alcobas que Faustino V o el mismísimo emperador Napoleón guardaron con más celo que sus mismísimos negociados. Hoy, salvo historiadores, estudiosos e investigadores, nadie recordaría quién fue Carlos I o su nieto (supongo) Carlos III si no fuera por haber cedido altruistamente su nombre a alguna multinacional de la borrachera. Y digo altruistamente porque apuesto a que en aquellos tiempos no existían los derechos de autor ni el copiright ni las multinacionales, a excepción de las que se dedicaban a las guerras.
De Carlos II no se acuerdan ni sus herederos de duodécima generación, precisamente porque al conjuro de su nombre no se ha fabricado ni un triste moscatel. Tampoco se ha creado bebestible alguno con el nombre de Don Juan, último conde de Barcelona, tal vez porque ese título evocaría más comentarios jocosos que el famoso Tenorio de Zorrilla, e incluso el apellido se presta más a confusiones de prostíbulo que de literatura o realeza, en este caso abdicada antes de reinar. Su hijo, en cambio, entre cacería, corinas y coristas, aparte de alguna impertinencia tipo «¿por qué no te callas?, goza de mayores simpatías, al menos en una parte importante de la población. Vale la pena erigirle un coñac ya que, que yo sepa, no hay estatuas que se hayan esculpido en su honor.
Los retratos oficiales en dependencias de siniestras comisarías y en colegios sin calefacción ni alimentos para los estudiantes se descuelgan de los clavos de que penden y se usa la madera para atizar el fuego de los braseros y ahí se acabó el recuerdo. Salvo que alguna bodega quiera pelotearle regalándole la primera botella con el sello de la Casa. Buena publicidad, que hubiese podido aprovecharse en los discursos de Nochebuena. Junto a la chimeneas, bien sentado en el trono y con una reconfortante copa en la mano que no usaba para empuñar el cetro de mandar, el ya ex Rey hubiera sido una inmejorable publicidad para la marca. Para el nuevo rey, su hijo, compondrá seguramente Camilo Sesto alguna cancción de homenaje pelotiller. De Sesto a Sexto. Felipe. Total, algunos siguen siendo recordados como Anís el Mono.