La cama… ese sujeto aparentemente simple, es un testigo silente, sosegado y cómplice de las más profundas vivencias humanas. En sus paños de altar se entretejen historias de amor, sueños y pesadillas, de descanso y reflexión. Desde los primeros instantes de nuestra existencia, la cama es el ara donde se celebra el fenómeno del nacimiento y el consuelo donde hallamos refugio en los últimos momentos. Es en este espacio íntimo donde el alma se desnuda, se cura y se renueva.
Rememoremos las palabras del poeta romántico John Keats, quien en su obra “Endymion” evidenció: “A thing of beauty is a joy forever”. Keats, en su delicadeza, no solo aludía a la belleza visible, sino también a esos momentos de calma y reflexión que encontramos en la soledad de nuestra cama. Esa piltra no es solo un objeto utilitario; es un refugio de la mente y el cuerpo, un lugar donde la imaginación se desborda y los sueños toman forma.
El lecho no discrimina. Todos, sin excepción, deberían tener el derecho inalienable a un lugar donde descansar y recargar energías. Sin embargo, en un mundo donde las desigualdades se acentúan, son muchas, demasiadas las personas que carecen de este derecho básico.
La lucha por una cama propia es, en esencia, la lucha por la dignidad humana. El presidente actual de España, Pedro Sánchez, ha manifestado en varias ocasiones su compromiso con las políticas de vivienda. No obstante, es fundamental que estas promesas se traduzcan en realidades tangibles para aquellos que duermen en la calle, privados de este rincón necesario de intimidad, seguridad y descanso.
La cama, como epicentro, es un espacio de pertenencia y protección. No tener acceso a él es una de las formas más crudas de exclusión. La Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma en su artículo 25 que toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado, que incluya la vivienda, por ende el descanso, por ende la dignidad.