Los faros, como los muertos, están ahí desde hace tanto que nadie recuerda cuándo aparecieron por primera vez. En cada puerto, en cada rincón donde el mar arrastra sus sombras, se erigen estos fantasmas de luz, columnas solitarias que vigilan lo que apenas queda de los hombres. Si uno se acerca, siente el viento desgastando la piel y el alma, como si todo el peso de las olas hubiera sido traído para recordarnos lo que somos: nada. Nada frente a la inmensidad, pero aun así seguimos mirando hacia esa luz, como si de alguna manera nos diera esperanza.
No se construyen como las casas que albergan a los vivos. No, los faros son otra cosa. Parecen pertenecer a un tiempo ajeno al nuestro, a un clima donde lo eterno es posible. Y, sin embargo, su función es tan clara, tan práctica, que se convierte en un enigma. Son faros para los barcos, para los hombres de mar que buscan su camino en la negrura de la noche, pero también para aquellos que perdieron la ruta en esta vida, los que miran hacia arriba y ven en esa luz la promesa de algo más allá. Como si esa luz, acopio de estrellas, fuera una mano tendida desde otro mundo.
Dicen que donde hay un faro, se amontonan las historias, todas cargadas con el mismo destino: llegar o desaparecer. Tal vez por eso ahora son visitados por tantos. Ya no solo los marinos buscan esa luz; ahora son turistas, caminantes extraviados que creen que la luz, aun en su silencio y soledad, les hablará. Y aunque nadie lo diga en voz alta, lo que buscan en realidad es eso que se siente cuando se está frente a la muerte. Porque los faros, más que una guía para los vivos, son el símbolo de lo que se va, de lo que brilla justo antes de extinguirse.
Cada uno de estos edificios tiene algo que los otros no poseen. Están ahí, en su lugar, pero son intocables, como si al tocarlos, la luz dejara de tener sentido. Son tan prácticos y tan metafóricos que parecen no pertenecer del todo a este mundo. Y, a la vez, esa luz que gira lenta, que se mueve con la velocidad de algo inalcanzable, parece decirnos que todo tiene repercusión. Que cada gesto, cada paso hacia esa claridad distante, tiene eco en nuestra forma de avanzar en la vida.
A veces, frente a un faro, uno siente que el tiempo nos abandona, que lo que fue y lo que será se confunden. El faro pertenece a otro tiempo, a otra realidad, una que no sigue las reglas de los hombres. Y es entonces cuando uno comprende que estos objetos, tan fijos en la tierra, no solo iluminan el mar. También iluminan el abismo que todos llevamos dentro, ese que nos trae recuerdos del futuro, ese espacio intermedio donde la vida y la muerte se encuentran. Dejando una sensación de haber sido tocados por algo que nunca alcanzaremos a comprender del todo.