Ahora que estamos en plena celebración de las fiestas navideñas, Papá Noel, los Reyes Magos o esta bendita democracia –que rige nuestros destinos con frecuentes altibajos y una atrofia participativa francamente mejorable–, debería traernos a los ciudadanos un botón del pánico político. Dicho dispositivo podría instalarse en la plaza mayor de todos los pueblos y ciudades, o en cualquier otra ágora significativa, y funcionaría a la manera de ese pulsador grande y rojo que gastan en los programas televisivos a la caza de talentos, para echar sin contemplaciones y a medio actuar a los cantarines que desafinan o los monologuistas sin gracia.
Con suficientes pulsaciones, pongamos, por ejemplo, el 55% de la ciudadanía con derecho a voto, previamente identificada, el objetivo sería que se pudiera echar con viento fresco a cualquier gobierno local, insular, autonómico o nacional por hacer el ridículo con pertinaz insistencia, incumplir de manera flagrante los compromisos electorales, desplegar sistemáticamente ocurrencias inútiles, reiterarse en el embuste y la tomadura de pelo a la ciudadanía o cualquier otro motivo justificado.
Una vez alcanzado el porcentaje de rechazo establecido, el gobierno en cuestión sería puesto de patitas en la calle, nombrándose otro de transición y convocándose elecciones en un plazo breve de tiempo, con la ineludible condición de que ni uno solo de los integrantes del equipo de gobierno repudiado –ya fueran presidentes, alcaldes, ministros, consejeros o concejales–, pudiesen volver a integrarse en las listas electorales de su partido o cambiando de chaqueta. Es decir, la inhabilitación temporal para ejercer cargo público sin necesidad de que mediara sentencia judicial.
Obviamente, dicho dispositivo solo acabaría tumbando a aquellos gobiernos que la liasen realmente parda, ya que generar dicho nivel de rechazo y urticaria poblacional, con la polarización política a la que asistimos en estos tiempos convulsos, solo sería posible mediante un grado de incompetencia contumaz. El pulsador, por tanto, constituiría un nuevo recurso en el sistema de democracia participativa, permitiendo depuraciones gubernamentales por la vía rápida para casos extremos, amputando el mal de raíz y devolviendo el poder a la ciudadanía sin necesidad de esperar al agotamiento de la legislatura.
De haberse instalado uno de estos dispositivos en la Plaça de sa Constitució de Sant Francesc Xavier, ya se le habrían fundido los plomos por desgaste. Las cotas de ridículo, impudicia, falsedad y surrealismo berlanguiano registradas estas últimas semanas por el equipo de gobierno del Consell Insular de Formentera, ya se habrían traducido en una patada comunitaria en las posaderas de todos y cada uno de los protagonistas del sainete.
Al principio, algunos pensamos que el tímido órdago que origino la debacle –la amenaza del presidente Llorenç Córdoba, político independiente dentro de la coalición Sa Unió, de “retirar el apoyo incondicional” como diputado del Parlament a la presidenta del Govern balear, Marga Prohens–, constituía un conato de maricalbetada. En los primeros compases de la polémica traslució que la presidenta podía haberle dado plantón en una reunión previamente pactada para discutir intereses que afectaban al conjunto de los formenteranos o que, de alguna manera, había mostrado cierta predisposición a incumplir o ralentizar pactos o promesas electorales relacionadas con la triple insularidad, el deslinde y otras cuestiones. Incluso se especuló con que a Córdoba se le estaban indigestando las concesiones del PP a Vox en el Parlament.
A continuación, escuchamos al vicepresidente tercero del Consell de Formentera, el popular y también miembro de Sa Unió José Manuel Alcaraz, acusar a Córdoba de proferir estas amenazas en el marco de una negociación de sobresueldos porque está arruinado y los 80.000 euros que cobra anualmente no le bastan –la elegancia que gasta Córdoba, por cierto, ni Carlos de Inglaterra–. Sorprendentemente, el presidente admitió que había pedido que se le incrementaran las dietas de sus gastos durante los viajes a Mallorca, pero negó las exigencias de sobresueldos opacos y la surrealista petición de que éstos salieran de unos inexistentes fondos reservados autonómicos. Luego Alcaraz aseguró que había conversaciones grabadas donde Córdoba reclamada dichos emolumentos y éste, en lugar de desmentir ante la opinión pública que tal contenido existiera, declaró que las pruebas eran ilegales porque se habían realizado sin su consentimiento. Alucinante.
Luego ya vinieron las reiteradas peticiones de dimisión a Córdoba por parte de Sa Unió, la respuesta de éste amenazando con la destitución de Alcaraz y su esposa, la vicepresidenta Verónica Castelló; la confirmación del supuesto chantaje de Córdoba por parte del vicepresidente del Govern balear, Antoni Costa; el voto favorable de Córdoba a los presupuestos del Govern, pese a las exigencias demenciales y retrógradas de Vox; sus penosos intentos de desescalada, cuando después de armar la Marimorena ha acabado pidiendo pelillos a la mar y, ya para terminar de hundir al equipo de gobierno en el lodazal, las oleadas de vergüenza ajena provocadas por la llantina de Alcaraz durante una reciente rueda de prensa, debido a la gran tensión que está teniendo que soportar.
Tras tantos meses con el ejemplo de políticos emocionalmente estoicos –como el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, que se traga las lágrimas a diario ante el desolador panorama de legiones de ciudadanos muertos–, el entremés formenterano se revela como una broma de mal gusto y un ejemplo fehaciente del grado de competencia y templanza de los políticos que aún manejan el timón de la institución, manteniendo un rumbo a la deriva que solo puede acabar mal o incluso peor.
Reitero lo dicho. Lástima no disponer de ese botón del pánico porque el asunto habría quedado finiquitado en un santiamén. Por el momento, a este duelo de incapaces y testarudos no se le atisba un final.