Nikita Kruschev, que presidió la Unión Soviética en los años difíciles de la crisis de los misiles, mientras trataba de suavizar la férrea estructura heredada del estalinismo, realizó una de las definiciones más duras sobre los políticos que he podido leer: “Los políticos son iguales en todas partes. Prometen construir un puente incluso donde no hay río”. Paradójicamente, estas palabras las pronunció alguien que ejerció como político la mayor parte de su vida, pero ilustran la versión mesiánica del gobernante que ejerce su autoridad sobrevolando la realidad sin mirar abajo y que no atiende los ruegos de esos mismos ciudadanos que le han transferido con su voto la vara de mando.
He escuchado a muchos amigos y conocidos residentes en Vila, de toda ideología, afirmar que fue precisamente esta actitud la que acabó costándole la alcaldía a Rafael Ruiz en las últimas elecciones locales. Decisión tras decisión, fue aislando aún más unos barrios históricos como la Marina y sa Penya, e incluso Dalt Vila, que ya se hallaban moribundos, en lugar de esforzarse en insuflarles vida y dinamismo. Lo hizo, además, ignorando las demandas de vecinos, comerciantes y empresarios, que proponían soluciones completamente opuestas a las que finalmente se aplicaron.
Por eso, resulta sorprendente observar como el nuevo alcalde, Rafael Triguero, que parecía haber aterrizado con un nuevo talante, comienza a exhibir síntomas del mismo síndrome. Primero anunció que renunciaba al proyecto heredado del anterior alcalde de convertir sa Peixateria en un mercado, con puestos de comida y zonas de degustación gastronómica, para transformarlo en un centro cultural.
A los pocos días de hacerse público este giro de 180 grados, el alcalde recibió un manifiesto en el que distintos colectivos sociales expresaban su preocupación por el cambio y reclamaban que el viejo edificio acogiera un supermercado. La razón no puede ser más clara y evidente: ante la desaparición de la última tienda de comestibles que quedaba en las proximidades, a consecuencia de la reforma del Teatro Pereyra, los residentes del barrio ya no disponen de un sitio donde comprar los productos básicos que necesitan. El manifiesto lo firmaban la Associació de Vesins de la Marina, la Associació Salvem sa Penya, la Asociación de Vecinos y Comerciantes del Puerto y la Asociación de Comerciantes de la Plaça del Parc.
Entre todos representan a la inmensa mayoría de negocios y vecinos de los barrios históricos extramuros. En un principio, el Ayuntamiento no dio respuesta a esta reclamación, ya fuera en un sentido o en otro, pero hace unos días el alcalde Triguero apareció en el programa Bona Nit Pitiüses de la TEF, donde reiteró su intención de convertir sa Peixateria en un espacio cultural polivalente.
Con esta decisión, se rompe una tendencia de revitalizar el barrio que el nuevo equipo de gobierno de la ciudad había iniciado acertadamente, al anunciar, por ejemplo, que se recuperaban los pasacalles de las discotecas en el puerto, que durante tantos años atrajeron a miles de turistas a diario. ¿De qué sirve construir un centro cultural en un barrio sin gente? Viene a ser lo mismo que lo que decía Kruschev acerca de construir puentes donde no hay ríos.
Sa Peixateria siempre ha sido un mercado de distribución de alimentos. Se construyó en 1870 y acogía a los pescaderos y carniceros. Antiguamente, desde el cercano puerto llegaba todos los días el género que traían faluchos, palangreros y barcas de ‘bou’. Las cajas de pescado, todavía vivo, se transportaban en carros empujados por los empleados de la Cofradía, chorreando las calles: ‘gerret’, salmonetes, pulpos, sepias, calamares, meros, ‘rascasses’, sirvias y cualquier otra variedad que proporcionara el mar tenían como destino este lugar ahora prácticamente demolido y a punto de perecer. Transformarlo en otra cosa, cuando al barrio no le queda un solo comercio de alimentación que cubra las necesidades más elementales, es una incongruencia política y social.
Ello no implica que haya que renunciar a un proyecto creativo que destine el interior del inmueble al uso que reclaman los residentes, pero que, por ejemplo, se reserve la cubierta exterior como auditorio al aire libre para conciertos, representaciones teatrales y otros eventos culturales. De todas formas, su llamativa cubierta octogonal de tejas con lucernarios ya ha sido derribada. Además, al elevarse al nivel de sa Penya, esta potencial plaza pública navegaría entre los dos barrios, con las murallas y la ciudad Patrimonio de la Humanidad como decorado de fondo. Un espacio emblemático, por tanto, que proporcionaría alimento para el cuerpo en la planta inferior y para el alma en la superior, dando respuesta a ambas necesidades.
Y qué mejor lugar que la renovada Peixateria, también, para iniciar ese recorrido transversal por sa Penya, siguiendo el trazado serpenteante de la Calle de la Virgen, para concluir en ese rincón glorioso, íntimo y desaprovechado como es la plaza de sa Torre, a espaldas de la antigua Cofradía de Pescadores, punto mágico de atardeceres y noches de luna llena.
Como remate a esta política errática, aún con solución, el incongruente anuncio realizado en el marco de la World Travel Market por el alcalde, donde dio a conocer un acuerdo con la asociación Ocio de Ibiza, que representa a los hoteles discoteca y los beach clubs, para promocionar la capital de la isla en temporada baja.
En una entrevista publicada recientemente en la prensa local, Elisa Roselló, presidenta de la Asociación de Comerciantes de la Marina, se hacía esta reflexión: “Si una persona ha estado todo el día en un beach club, ya no viene a la Marina”. Efectivamente, desde que en 2011 surgió el primer hotel discoteca en Platja d’en Bossa, con espectáculo diario de dj’s internacionales en horario diurno y hasta la medianoche, al que desde el primer momento asistían miles y miles de personas, y la propagación de este modelo de negocio por buena parte de la costa, la gente dejó de ir a la Marina.
Solo cuando la desescalada del Covid redujo a este tipo de establecimientos a su auténtica función de meros restaurantes y hoteles, que es lo que jurídicamente y funcionalmente son en realidad, la Marina y el puerto volvieron a resurgir de sus cenizas, llenándose a diario. Acordar alianzas promocionales con a este colectivo es como poner a la raposa a cuidar de las gallinas.
La Marina y sa Penya son dos barrios condenados, olvidados y moribundos, pese a su historia, monumentalidad y leyenda. Merecen mucho más y, sobre todo, que se escuche a quienes viven y aún se esfuerzan por tratar de inyectar vida a sus calles.
Pepe Roselló
Cuanta razón tienes Pepe, esperemos que alguien te escuche. De momento parece que la cosa va para largo….
Totalmente de acuerdo con el Sr. Roselló.