@Julio Herranz/ La siesta había sido reparadora gracias al bendito aire acondicionado, que mitigaba la ya insufrible canícula y amortiguaba los molestos sonidos de la triple piscina del edificio vecino y de la playa ad hoc. Esperaría al ocaso para salir a dar su paseo terapéutico; mientras, su cafelito con hielo y algo de lectura. No había forma de que bajase el montón de libros pendientes. Todo le entretenía y el tiempo se le escurría de los dedos con manifiesto sadismo. Pero la vida, finalmente, sólo era en su esencia ontológica, como cantara Camarón, un pasatiempo. Tampoco, pues, había que tomarlo con mala conciencia. Letraherido, sí, pero stajonovista, poquito. Y a decir verdad, disfrutaba ya más releyendo que explorando caminos nuevos. Tómatelo con calma, querido, que son dos días, y cortos.
Al contrario que por las mañanas, al ocaso prefería caminar hacia Figueretes, pues su paseo marítimo era más civilizado, sin las bofetadas sonoras que te propinaba el tropel de negocios insanos del otro lado. Se había quedado un ocaso guapo, con esa luz de miel curtida que tanto le enamoraba. Hasta una brisa cariñosa se unió a la buenaventura del momento. Así que, chino chano, llegó hasta el final, justo cuando te impide ir más lejos el hotel Los Molinos, abusón él hasta la misma orilla con su jardín privado ocupando un espacio público.
Se había quedado un ocaso guapo, con esa luz de miel curtida que tanto le enamoraba. Hasta una brisa cariñosa se unió a la buenaventura del momento.
Sentado sobre una roca plana frente al dulce sol poniente, se dejó llevar por el momento feliz con pensamientos inciertos sobre el deseo, la vida que se escapa y qué se haría para cenar esa noche. Curiosamente, no quedaba nadie a la vista en el tramo de arena de la escasa playa final. Los turistas estarían duchándose para salir a cenar y disfrutar del famoso verano ibicenco, tan sobrevalorado por el marketing fácil de la fiesta y más fiesta, hasta que el cuerpo aguante y más allá.
Abstraído, pues, en su monólogo interior, no se apercibió hasta que lo tuvo a tiro de piedra de que, solitario, un joven se acercaba por la orilla con un libro en la mano. A punto estuvo de aplaudirle por el insólito detalle. A contraluz, no le podía ver la cara, pero su silueta daba a entender que el mozo tenía buenas prendas. Así que por un brote espontáneo, le vinieron a la mente unos versos de Kavafis: «Y vi aquel cuerpo hermoso, como hecho por Eros con su larga experiencia».
Lo era, lo era, como comprobó cuando se le acercó a pedirle fuego. Esta vez si llevaba el mechero, menos mal. Intercambiaron unas palabras sin peso sobre la belleza del momento y tal. Hablaba inglés y parecía que tenía ganas de hablar. Así que estaba punto de pedirle que si quería tomar una cerveza con él, cuando algo le detuvo el amistoso gesto: al girarse vio que lucía en el hombro derecho una rosa tatuada. Qué lastima, no lo podía evitar, era alérgico a los tatuajes.