Acababa de salir del aeropuerto y ya ante los ojos de Gérard se extendía el mar y quiso la casualidad que una pareja de delfines saltara al mismo tiempo para llenar sus pulmones de oxígeno. Salto que a Gérard le recordó el mito de la libertad y al único lugar en el que se sentía desarrollado: el fondo del mar.
Inmerso en esos pensamientos, de seguida le vino un whatsapp… En el fondo del mar Gérard se sentía cóndor y también serpiente. Que flotaba como papel y que se recogía como los armadillos. Que encontraba vida entre las rocas y que con agrado observaba unos pececillos de doble cola que nadaban entre un azul y otro. De súbito, el fondo desaparecía y Gérard experimentaba la plenitud en el infinito.
Ya fuera del mar, leyó el contenido del whatsapp informándole de que si no pagaba el crédito se procedería a la subasta de sus bienes, una furgoneta que usaba como vivienda y unas flores que le daban cierta alegría. Y fue este whatsapp de apenas tres líneas que, con razón o sin ella, dio otra dimensión al periodo vacacional de Gérard.
Estimulado por el whatsapp, erguido por su bravura, conocedor ahora del significado, caminó por un sendero algunos días sin saber a dónde iba y descubrió a un hombre que juntaba con sus pies algunas hojas. Con dificultad acercó sus manos a la hojarasca; con dificultad digo, pues los años le atajaron la agilidad y, con todas las emociones que pudo encontrar, le dijo a Gérard: -Para ver la magia del mercado de miel, primero cruzarás el sendero amarillo y al tocar sólo tierra, frotarás dos piedras marinas. La magia brotará inmediatamente de las piedras y si hay aparcamiento, allá será.
Contento se abrió entre montañas y valles y, como si fuera al encuentro de su primera y única novia, pisó algunas granjas y de algunos frutales que allí se cuidaban reunió manzanas y naranjas pues pensó que al llegar a la ciudad sagrada era deber suyo ofrecer los frutos a sus habitantes como si de un gran ritual se tratara. Prosiguió el camino por la granja y, sin entender los gritos de un hombre que acababa de ver, continuó pensando en aquella ciudad que esperaba.
Antes de que entrase en la ciudad, Gérard compartió alguno de sus frutos con la para él, sacerdotisa del bosque, que no lejos de la puerta se alzaba vestida con un sari de algodón. Sari blanco que no representaba la espiritualidad de aquella ahora mujer sino tan sólo la última fiesta a la que acudió.
Dispuestas estaban en su dormitorio doce velas que le abrían con todo detalle el camino hacia la cama. Gérard antes de violar aquel lugar bendito, pues ahora no deseaba ser más que el iniciado, rechazó la invitación y escogió dormir sobre cartones en el garaje cercano y conocer después a dos perros y a un gato que le olisquearon algo más que su intimidad, así como tal la mujer le advirtió antes de abandonar el dormitorio.
No siendo ésta la última finalidad del camino más que el viaje, Gérard, viendo ya extinguidas las velas que cambió por una manzana, emprendió de nuevo el camino hacia la ciudad.
Olvidado ya el whatsapp y entregado a su nueva aventura, Gérard entró en el mercado de miel de aquella ciudad sagrada y recogidos como las semillas en la naranja, allí se encontraban todos los ángeles y también todos los demonios que pugnaban por sobrevivir en su consciencia y aunque él no los viera ni los viese nadie, reunidos una vez más estaban, quizá un poco más elevados que los demás, la finesa Satu tocando la cítara, también el poeta que nunca publicó versos pero sí que Gérard los leyó en sus ojos, a la niña del bosque llegada del continente americano y a la enredadera que seguía trepando.
Sí, Gérard los vió a todos por última vez antes de que se marchara del mercado de las mieles para ser tratado de un serio y raro trastorno neurológico que la ciencia descubrió no hace mucho.
Jaume Torres