Creyeron entonces algunos hombres que la nueva ciudad calmaría los deseos de todos los seres y así fue como, de cruzar raíces que surgían de la tierra, me encontré circulando por una autovía que alegraba a sus usuarios con la mejor música de la historia. La autovía reproducía música y recordaba a los giradiscos de épocas pasadas.
En cada pista se escuchaba un género musical diferente y claro está que los usuarios elegían la pista más popular en los medios de recreación social, sin importarles el destino ni el tiempo que tomaba el trayecto, aunque, eso sí, la mayoría de los usuarios, sin saber el porqué, terminaban en la zona de consumo de la ciudad.
Para acceder a esta pista que no llegaba a ningún lugar, los usuarios leían los avisos sobre el peligro que entrañaba optar por esta elección ya que, como digo, nunca más se supo de los que por allí se desplazaban.
En la Vía del silencio, que también hoy así se llama, se oía el viento que penetraba por las grietas y se apreciaba el cambio de estación por alguna hoja parda que permanecía en el exterior de la cúpula de cristal y por las sombras de las golondrinas que allí se reflejaban cuando migraban.
Advirtieron pronto los guardianes de la autovía que el número de individuos que por esa pista desaparecían era ya muy superior al número de golondrinas en sus ciclos migratorios. No me sorprendió, pues, que en la bóveda de la pista de los que no regresaban jamás se proyectasen pensamientos de escritores que ya se daban por desaprendidos y de imágenes cálidas que evocaban al perro de la familia jugando con el papel del baño o el de la abuela bordando las iniciales de sus nietos en unos calcetines ya consumidos.
Debo ver, también, las ruinas del cine para encontrar una emoción tan positiva como la que sentí el día en que, tras alejarse las nubes, vimos por primera vez el puente, ese puente que uniría ya para siempre la canción que nos adormecía cada día la acústica de la ciudad con las situaciones novedosas que exige la vida. Sí, ese pequeño cine que desde mucho antes de que existiera la gran cúpula nos dotó de curiosidad. No veíamos las imágenes, solamente escuchábamos los sonidos detrás de las ventanas y esos sonidos tan lejanos, como la tan lejana visión del puente, me llegan aún hoy.
Tan solo fue una pequeña hoja de color pardo la que nos impulsó a encontrar una de las mayores gratificaciones de la vida: la libertad.
Jaume Torres