El lago de los cisnes quedó tras una valla, lejos de las manos de Irina y cuando el sol moría en su rostro, Irina se acercaba a la valla y abría las manos como si quisiese juntar el lago y sus cisnes a su casa.
En ocasiones, el aire le traía las primeras notas de un adagio que le recordaban el maravilloso día que rodeado estuvo por los que amaba y que llenaron el teatro de la capital para escuchar su alma de pianista.
Fue aquel día que el piano dialogó con toda la orquesta para encontrarse con un tema de cuerdas y que, después de coquetear con uno de los violines, éste se refugiara entre los vientos para perderse definitivamente en la sección de trompas y mas no quiso.
Antes de ensayar en el piano, gustaba de pasear entre las fuentes que danzaban con los chorros de agua. Se sentía inmensamente feliz, desde su oscuridad, cuando oía su música que de allí surgía y de los coros que del fondo de la plaza le llegaban. Era un espectáculo delicioso: la luz de las fuentes se unía a los colores de la tarde y aunque Irina no los viese, sí oía las palabras de placer de los que allí se reunían.
La clausura del concierto y las reaperturas fueron un éxito y como cada noche, Irina regresaba a su casa con las partituras de su adagio y de los allegrettos, los aplausos que llenaban su cabeza y lo aprendido.
Supo que el fuego calienta y quema y que además del blanco y negro existe el arco iris y de este modo, gracias a este rechazo, llegó a convertirse en una virtuosa de la música clásica.
Transcurrido un tiempo, una parte del mundo se conmovió al escuchar por primera vez aquellos prestos y prestíssimos y vió cómo los palcos del teatro vacíos quedaban, pues aquel público que entonces se pensaba como culto y de cierta clase social, ahora bailaba en el escenario lleno de gracia.
Irina, sin embargo, y a pesar del prestigio conseguido, acudía cada cierto tiempo a la valla para coger un puñado de tierra de lo que antes fuera el mejor parque de la ciudad, un poco antes de llegar la unidad canina y seguir soñando con el lago de los cisnes.
Por Jaume Torres