@D.P./ Cuenta la leyenda, que estando Mahoma enfermo y débil, se le apareció el Arcángel San Gabriel. El mismo que tiempo atrás le había revelado el Al-Corán volvió esta vez para auxiliarle en su enfermedad: le ofreció una bebida oscura que no sólo le devolvió la salud, sino también su virilidad. Esta bebida tan oscura como la piedra negra de la Kaabah en La Meca, fué llamada «Kawah» en su honor y con el tiempo se transformó en «Café». Otra historia cuenta que en Abisinia, en las tierras de Kaffa, el pastor Kaldi notó que sus cabras se habían extraviado y al encontrarlas vio que saltaban y brincaban extrañamente cuando comían un fruto rojo de una mata. Otro posible origen cafetero.
Pero vayamos a Moca: desde esta ciudad-puerto el café se introdujo en Yemen por creyentes que peregrinaban a La Meca. Allí se mantuvo celosamente guardado el secreto de tan milagrosa bebida pero, como siempre, aparece algún osado: un tal Baba Budant, un santo indio oriundo de Mysore, se llevó de regreso a su tierra siete granos de café ocultos en sus vestiduras, suficientes para desayunarse un café cada mañana. Más tarde los marinos holandeses introducirían los granos de café en India y Ceylán, viendo lo apropiadas que eran esas tierras para su cultivo. Cuando los europeos recibieron vagas noticias de tan extraña bebida no tardaron en darle un hálito de misterio del exótico oriente, donde era bebido por «sarracenos con cimitarra».
Se cuenta que cuando los turcos avanzaban sobre Viena, surgió entre las tropas sitiadas un joven polaco de apellido Kolschitzky, quien en 1683, tras tres años de asedio, cuando se encontraban en los límites de sus resistencias contra el invasor, atravesó las tropas otomanas y acudió al Duque de Lorena por ayuda. A los pocos días retornó exitosamente y fue recibido con recompensas y con el beneficio de poner un negocio. Las tropas otomanas abandonaron sus posiciones, dejando tras de sí bolsas con granos oscuros. El héroe, al verlos, los reconoció y pidió se los ofrecieran, que él sabía qué hacer con ellos. Fué así como abrió el primer café vienés, «La Botella Azul» (Die Blaue Flasche) era el año 1688, donde se servía el café con un «Kipfel», un dulce con forma de medialuna, conmemorando la victoria sobre los turcos.
Anécdota Cafetera: Cuando en 1732, en Alemania se intentó prohibir el café a las mujeres porque se decía que provocaba esterilidad. JS Bach, quien trabajó en la cafetería «Zimmermann» y que era también un gran consumidor de café, compuso con el texto del poeta Picander «La Cantata del Café» (Kaffee-Kantate,BWV 211), una de las poquísimas cantatas cómicas del genio. Las protestas de las mujeres le dió a Bach el motivo para su creación, en la cual un coro de mujeres reclamaba: «Quitemos antes el pan, que sin café estaremos muertas».
Durante el reinado de Luis XIV, el embajador de Constantinopla, Solimán Aga, solía beber café a la usanza de su tierra: amargo. Pero en una ocasión, una de las cortesanas probó aquel oscuro brebaje, agregándole azúcar para aplacar su amargura. Este detalle no fué ignorado por el embajador que se ocupó de que siempre hubiera azúcar y miel cuando bebía su café. Cuando éste abandonó la corte, el café pasó a ser sólo un recuerdo, pero por poco tiempo, ya que al puerto de Marsella comenzaban a llegar buques cargados de café. El café ya no era una empresa de viajeros aislados, sino todo un negocio sostenido por la expansión colonial.
Anécdota Cafetera: Balzac, gran y prolífico escritor, dependía pura y exclusivamente de su producción literaria. Esto hacía que ocupara la mayoría de su tiempo escribiendo, inclusive por las noches. El café lo terminó matando a los 51 años. Él mismo afirmaba: «El estado en que le pone a uno el café tomado en ayunas, en condiciones magistrales, produce una especie de vivacidad nerviosa que se asemeja a la de la ira; se alza la voz, los gestos expresan impaciencia enfermiza, quiere uno que vaya todo igual que van al trote las ideas. Está uno atolondrado, se encoleriza uno por naderias; se llega a ese variable carácter de poeta que tanto acusan los tenderos, se le atribuye al prójimo la lucidez que uno goza. Un hombre, un ingenio en ese momento, debe guardarse mucho de dejar que alguien se le aproxime». Me voy por un café.