Bianca Sánchez-Gutiérrez / Abrir la puerta, “a ver cómo me la han dejado estos”. Abrir las cortinas y ventanas, que se airee la habitación. Vaciar las papeleras. Quitar la ropa de cama y sacudirla, que se oree. Si hay terraza, va primero: barrer, limpiar los restos de colillas y recoger los restos de la fiesta de ayer. De nuevo dentro de la habitación: toca barrer los restos de arena de playa del suelo, hacer las camas o cambiar las sábanas si vienen nuevos ocupantes, limpiar el polvo, fregar el suelo y luego… el baño. Con la mejor de las suertes, hoy no te encontrarás las heces del anterior inquilino por las paredes o en el bidé. Primero los azulejos, que brillen bien. Después, el váter; las mamparas de la ducha, que no quede ni una gota de agua, que al secar deja el rastro de cal; y después, el lavabo. Que no se te olviden los amenities, porque dan el toque de que el hotel se preocupa por el bienestar de la clientela y porque a mucha gente le encanta llevárselos. Antes de salir, hay que colocar los nuevos rollos de papel higiénico, las toallas y alfombrillas limpias en el baño y dos encima de la cama, que hay que colocar en forma de cisne porque también es un detalle con la clientela. Justo al lado de los cisnes, un par de chocolatinas, otro detallito más, que estamos en un cuatro estrellas. Finalmente, un poquito de ambientador, que huela bien. Y antes de cerrar la puerta de la habitación, le echas un vistazo para comprobar tu trabajo bien hecho. Afirmativo: aquí parece que no ha estado nadie antes.
Esta operación la repite una camarera de piso en Ibiza y Formentera hasta en 37 ocasiones cada día. Y si su jornada laboral tiene, a priori, ocho horas, hagan la cuenta de cuántos minutos tiene para realizar toda esta retahíla de tareas. No hagan el cálculo si no quieren escandalizarse. Después, además, tiene que encargarse de limpiar, junto a las compañeras, las zonas comunes, los pasillos, las escaleras, el office y cargar con el pesado carro de la ropa sucia hasta la lavandería, que en el mejor de los casos se encuentra dentro del edificio. Si en ocho horas no le ha dado tiempo de terminar su trabajo, siempre puede quedarse a echar unas horas extras que probablemente no le pagarán. El sueldo mensual suele oscilar entre los 1.000 y los 1.500 euros, dependiendo de la categoría del hotel.
Las camareras de pisos, las ‘kellys’ de Ibiza y Formentera, han convocado una huelga laboral los días 24 y 25 de agosto porque, dicen, se sienten “superexplotadas”. El paro total, que hasta la fecha solo ha apoyado el sindicato CGT, viene motivado por las malas prácticas de los hoteleros y la falta de atención de las instituciones políticas, que permanecen desde hace décadas sordas y ciegas ante la explotación laboral que sufren estas trabajadoras. Mientras tanto, el sindicato Comisiones Obreras mantiene la lamentable posición de no apoyar la huelga, aunque dice que la respeta; y el Govern Balear asegura que va a realizar algunas inspecciones de trabajo. Teniendo en cuenta que las Pitiusas caminan, más o menos rápido, hacia el anarcocapitalismo, se puede llegar a comprender el porqué de esta actitud insolidaria e irresponsable, sostenida en el tiempo desde hace décadas, de las instituciones políticas y los grandes sindicatos.
Desde que se convocara la fecha prevista para el parón laboral, la plataforma que aglutina a las ‘kellys’ pitiusas ha anunciado que confía en alcanzar algún tipo de acuerdo con la patronal por el cual se les rebaje la carga de trabajo. Como reacción, algunas de las trabajadoras ya han recibido presiones por parte de sus empresas para no secundar la huelga, según denuncia CGT. Y esto, solo por pedir que les rebajen la carga de tareas. ¿Podemos imaginar qué habría pasado si las ‘kellys’ se hubieran plantado y hubieran comenzado a protestar, no solo por el exceso de carga de trabajo, sino también exigiendo la dignificación definitiva de su estatus como trabajadoras del sector hotelero? Por ejemplo, que entre sus reivindicaciones incluyeran medidas específicas como no asignar más de quince habitaciones por camarera para garantizar el mejor servicio a la clientela; que sean las ocho horas y no el número de habitaciones asignadas lo que marque el fin de la jornada laboral; respetar de manera absoluta los descansos para el almuerzo; cumplir con el pago de las horas extras realizadas hasta la fecha; descargar a las limpiadoras de las tareas que requieren de mayor fortaleza física, tales como cargar las pesadas bolsas de basura o el carro de la ropa sucia; cumplir el convenio colectivo, que fija la jornada de ocho horas y dos días libres a la semana; garantizar el derecho a huelga, sin presiones ni amenazas de los directores o las gobernantas; o, entre otras cosas más, reconocer las enfermedades derivadas de su actividad como accidentes laborales.
Ejercer durante mucho tiempo el trabajo de las camareras de pisos tiene efectos brutales sobre el cuerpo de estas mujeres: lesiones cervicales y mareos, hernias discales, lumbalgia crónica, artrosis en los huesos, desgaste en las articulaciones, roturas de menisco, rizartrosis en las falanges de las manos o pérdida de olfato por la exposición continuada a fuertes productos químicos son solo algunas de las consecuencias que alcanzan a enumerar las ‘kellys’ de mi entorno. Para las instituciones competentes, meros gajes del oficio, pues nada de lo anterior se reconoce como enfermedad laboral hasta la fecha. Una ‘kelly’ que llega a la jubilación tras veinte o treinta años ejerciendo este trabajo en las condiciones en las que lo hacen, llega físicamente destrozada.
Los derechos laborales de las ‘kellys’ flotan en el limbo desde prácticamente siempre, y ahora que se han organizado para protestar por ello, apenas cuentan con el apoyo de organismos, partidos y una sociedad que dice cada ocho de marzo que es cada vez más “feminista”. Esta postura solo puede responder al cinismo más absoluto, porque hay que entender de qué estamos hablando en este caso: la lucha laboral de las ‘kellys’ es la lucha por los derechos laborales de mujeres con pocos recursos económicos. Dos elementos –el de ser mujer y el de ser pobre- que configuran la opresión y la invisibilización en un sistema patriarcal hipercapitalista. La batalla de las ‘kellys’ seguirá siendo, si no lo remediamos, la batalla de las invisibles.