Hace un tiempo llegué a un lugar que parecía existir apenas. Un sitio donde la historia no se repetía, pero el presente resonaba como un sinónimo del pasado. La llamaban la isla oblicua. No sé si ese era su verdadero nombre o solo una forma de despistar. Aquel lugar no se regía por las mismas reglas que el resto del mundo.
Lo primero que noté fue el lenguaje, o mejor dicho, su ausencia. Allí las palabras flotaban sin dueño; se usaban como herramienta de seducción o manipulación, nunca como un medio genuino de comunicación. Todo se decía entre líneas. La verdad no importaba. Solo tenía valor el arte de contar una buena historia. Así entendí por qué políticos, empresarios y grandes seductores campaban a sus anchas con tanta facilidad. No es la verdad lo que importa, sino el relato.
Pero si el lenguaje se había convertido en un juego vacío, la música lo había suplantado. En una fiesta, bajo luces que latían al ritmo del sonido, me di cuenta de que la música era el único idioma que nos atravesaba sin pedir permiso. Nos tenía hipnotizados, hacía con nosotros lo que quería, durante diez, quince, treinta veranos… ya no lo recuerdo.
En aquella isla también conocí a un hombre mayor que pasaba las tardes junto a una mesa de ajedrez donde nunca movía las piezas. Me mostró un álbum con siete fotos de aquella isla en 1935. Según él, eran las únicas imágenes tomadas en aquel año. “El problema no es olvidar”, me dijo. “Es recordar cosas que nunca ocurrieron”.
Demasiado pronto, empecé a notar que la isla tenía una ley implícita, todos éramos culpables. De olvidar demasiado rápido. De viajar sin aprender nada o de quedarnos quietos por miedo. No importaba lo que hicieras: la culpa venía con la existencia.
Aprender a llevarla era lo único que te hacía más o menos vulnerable a vivir en aquella isla.