JUAN ANTONIO TORRES PLANELLS
Los domingos los usamos ahora para descansar de la fiesta de la noche del sábado, para salir con la familia a comer fuera, a pasear por el campo o para hacer algunos trabajos domésticos que no hemos podido hacer durante la semana y, algunos, cumplen con el rito religioso de ir a la iglesia a participar de los ritos dominicales. Pero la vida que llevamos ahora no se parece casi nada a la vida que llevábamos en nuestra adolescencia y juventud, sobre todo los domingos.
Nuestra adolescencia y juventud transcurrió en una ciudad que habitábamos unas 9.000 o 10.000 personas y en la que el núcleo urbano se acababa en el lado de poniente del paseo de Vara de Rey; una ciudad donde apenas había coches y los vehículos más corrientes eran las bicicletas, casi todas alquiladas, alguna moto y el trasiego de los carros de los campesinos que llegaban a la ciudad con sus mercaderías. Eso hacía que los ritos sociales dominicales fueran otros muy diferentes a los actuales. Los que ya tenemos nuestros años, tuvimos la suerte de ir creciendo al ritmo en que iba transformándose nuestra ciudad, nuestra economía y nuestras vidas para acercarnos, poco a poco, a lo que tenemos ahora: una ciudad de 50.000 habitantes; los 11 km de nuestro municipio casi todo construido; una población muy heterogénea y de todo tipo de nacionalidades; las casas con todo tipo de comodidades que antes eran impensables, desde las duchas siguiendo con los aparatos electrodomésticos o electrónicos; numerosísimos coches y motos que hacen la ciudad casi intransitable y con dificultad para conseguir aparcamientos; comidas frecuentes en restaurantes, como también son frecuentes las salidas nocturnas los fines de semana. Todo ello ha hecho que nuestra vida haya cambiado por completo desde aquella vida sencilla y tranquila de nuestra niñez y nuestra juventud hasta hoy.
En la década de 1950, las casas no tenían cuarto de aseo, ni ducha ni lavabo; pocas casas tenían una letrina en su interior, siendo lo habitual que hubiera una letrina en las escaleras para todos los vecinos o tener que usar los típicos orinales. Para lavarnos, el único medio de aseo que teníamos era una tina y una jofaina, que solía estar colocada en un soporte cerca del único grifo que había en las casas, las que tenían agua corriente, otra de las cosas de las que carecían buena parte de las viviendas de la ciudad, especialmente los barrios de sa Peña o Dalt Vila. Hasta finales de la década de 1920 no se efectuaron mejoras en el suministro del agua potable a la ciudad desde San Rafael.
Gracias a ello, poco a poco se fueron instalando grifos en las casas; años después, se fueron instalando fuentes de agua potable por los barrios donde no tenían para que el vecindario pudiera disponer de este líquido indispensable para el sustento y la limpieza. Los días de diario, lavarnos la cara y las manos era casi el único aseo que nos hacíamos, siendo los domingos los días que dedicábamos a hacernos una limpieza integral a primera hora de la mañana después del desayuno. No fue hasta la década siguiente cuando aparecieron duchas en las barberías, donde podías ir a ducharte los sábados por la tarde. Pasando los años, las duchas se fueron instalando, poco a poco, en las casas. La casa había sido limpiada el día anterior, en lo que se llamaba “fer dissabte”, un trabajo pesado porque, después de barrer toda la casa, se limpiaba el suelo de rodillas, frotando con una bayeta con agua de un cubo que se tenía al lado.
Los domingos requerían de una vestimenta especial que, sólamente nos poníamos los domingos o días de fiesta, pues los roperos de las casas eran escasos en ropa. Para diario, teníamos un tipo de ropa mas ‘de batalla’, con algún zurzido o que ya había sido usada por algún joven familiar cercano, ropa que heredábamos porque ya había crecido y no se la ponía: había que aprovechar los pocos recursos que teníamos. Una vez aseados y bien vestidos, debíamos llevar los zapatos, también de los domingos, bien limpios y relucientes (en aquel tiempo aún no existía el limpiador de zapatos manual que todos usamos ahora), contribuyendo así a conservarlos y que duraran el mayor tiempo posible. Para la limpieza de los zapatos había los limpiabotas, que solíamos ir a visitarlos los domingos por la mañana.
Ir al salón limpiabotas, un pequeño receptáculo colocado en un lugar estratégico de la ciudad, era una cosa hecha solo para los hombres. Era impensable que una mujer pudiera ir a estos sitios a hacerse limpiar los zapatos, pues para ello se debía estar sentado en unos tronos especiales y a sus pies estaba sentado, en cuclillas o sobre un pequeño taburete, el ‘limpia’, situación que pudiera ser engorrosa para una mujer que, en aquel entonces, solo llevaban faldas y se podrían ver sus intimidades. Por lo tanto, el salón limpiabotas era solo para hombres, fuéramos adolescentes, jóvenes o mayores. Unos zapatos bien limpios y brillantes daban, en aquel tiempo, un toque de distinción a los hombres a los que les gustaba ir bien puestos y arreglados. Unos zapatos bien brillantes eran el punto de distinción que acababa de completar la apariencia de hombre bien arreglado y estirado, aunque fuera de clase baja pero no miserable.
Asistir al limpiabotas era un ritual dominical, que se solía repetir casi todos los domingos. Un poco de betún con el cepillo y un poco de abrillantador de piel bien dado con una técnica envidiable con un trozo de trapo resistente, cogido con las dos manos, cumplía con el ritual mañanero de los domingos antes de ir a la misa dominical y a pasear, siendo la envidia de los amigos, porque el brillo de los zapatos era como la raya bien hecha en el pelo, bien peinado y con un poco de jabón blando para mantener el pelo en forma, como una camisa blanca bien limpia y bien planchada: todo ello contribuía a dar la imagen de limpieza que transmitía la familia de cara a la calle. De mi recuerdo, hubo limpiabotas en el portal de una escalera del edificio del Hostal España, junto al Bar Sport de la calle Bartolomé Ramón y Tur; debajo del Rastrillo; en una caseta en la plaza de sa Font, cerca de la joyería Viñets; en otra caseta instalada al fondo de la calle del Compte del Roselló, cerca de la pastelería-panadería de Can Vadell y, posteriormente, en la plaza del Parque. A veces, los limpiabotas ponían tacones y protectores de metal en las puntas y talones de los zapatos para evitar su desgaste y procurar que duraran más los zapatos, así como cordones nuevos cuando estaban desgastados o se rompían. Cuando los zapatos necesitaban mayor arreglo ya se debía acudir al zapatero remendón.
Los domingos eran de misa obligada para la mayoría de la población, siendo las mujeres y los niños los que más asíduos eran a las ceremonias religiosas. Como era día de fiesta, las campanas de las iglesias sonaban de una manera especial, teniendo las de cada iglesia un sonido que identificábamos enseguida de donde procedía. Las iglesias a las que asistía más gente a misa eran las de San Telmo y Santa Cruz, en la parte baja de la ciudad, y la iglesia de Santo Domingo o el Convent, en Dalt Vila. Las misas solían comenzar a primera hora de la mañana, siendo las mas concurridas las de mediodía. De todas ellas, la iglesia más concurrida era la de San Telmo, pues estaba en el barrio más poblado de la ciudad, abarcando sus límites desde sa Penya hasta el paseo de Vara de Rey. Tal era el gentío que solía ir los domingos a esa iglesia a misa de once o doce, que había un pequeño almacén de sillitas de tijera, los populares catrets, que se alquilaban por unos céntimos en cada misa, ya que los asientos de los bancos se ocupaban enseguida.
Algunos niños ejercían de monaguillos en las iglesias, siendo casi como una profesión, pues ejerciendo de monaguillo o sacristán aprendías un montón de cosas que la mayoría de la gente no sabía: hablar en latín para contestar en las misas al celebrante, muchas veces sin saber lo que se decía pero que intuíamos; interpretar el calendario litúrgico de cada día, escrito también en latín, la popular gallofa, donde se nos indicaba el color de la vestimenta que debía llevar el sacerdote en la misa dependiendo de la celebración del día; aprender los rituales litúrgicos de las ceremonias religiosas, y recibir los consejos y el buen trato de una gente tan prestigiada como eran los sacerdotes o frailes en aquel tiempo. Pocos niños querían ser monaguillos, pues te limitaba el tiempo libre las mañanas de los domingos por las misas que se celebraban, así como muchas de las tardes en las que tocaba el turno de tener que rezar el rosario desde el púlpito con los feligreses asistentes, la mayoría mujeres mayores, sin olvidarnos de la presencia de los monaguillos en entierros, viáticos, bodas o bautizos, pues su presencia era indispensable en las ceremonias religiosas de aquel tiempo. Nuestras madres, para comprobar que habíamos ido a misa, lo primero que nos preguntaban al llegar a casa para el almuerzo era de que color llevaba el sacerdote los ornamentos, pero nuestra picardía hacía que fuéramos a la entrada de la iglesia a ver el color de los ornamentos si aquel día habíamos decidido con los amigos no ir a misa. De esta forma salíamos del paso del interrogatorio maternal y nos salvábamos de una reprimenda.
Acabada la misa, el circuito rutinario era ir a ver las carteleras de los cines a soñar con poder ver las películas que se anunciaban, cines que estaban todos muy cerca unos de otros, alrededor del barrio del paseo de Vara de Rey: el Pereira, el Serra y el Central Cinema. Sólo había un cine que estaba lejos, el Católico (en realidad se llamaba Salón Ibiza, pero como era del Obispado se le llamada de esa manera), situado en la actual Avenida España, 34 (ahora está el edificio de Art i Marcs), pero sus carteleras se colgaban también dentro de la ciudad. Una vez vistas las películas que se ofrecían en los cines y comprobar que se podía ir a ver alguna de ellas por ser ‘para menores’ (la censura estaba a la orden del día), había que ir a dar un paseo por Vara de Rey y así escuchar algunas de las piezas que interpretaba la Banda Municipal de Música, que dirigía don Victorino Planells. A los sones de la banda, paseábamos arriba y abajo por el paseo, hablando entre nosotros y encontrándonos con otros amigos o conocidos.
Algunas veces, íbamos con nuestros padres o un grupo de amigos a tomar un aperitivo y una tapa a algunos de los bares especializados, como el Bar Español, en la plaza de sa Font; el Bar Noguera en la calle José Antonio, actualmente del Bisbe Cardona, haciendo esquina a la calle Azara; el Bar Añón, frente al Teatro Pereira; el Bar el Diluvio, mas conocido como Can Toni de sa Vinya, o el Bar Ibiza, conocido como Can Trull, ambos en el paseo de Vara de Rey. Durante casi todo el año, el paseo se limitaba al paseo de Vara de Rey y a la calle de las Farmacias, y en algunas ocasiones se subía hasta la iglesia de Santo Domingo, convirtiéndose Sa Carrossa en el paseo de Dalt Vila. Llegada la 1 de la tarde, era la hora de ir a la casa familiar a comer. Los domingos siempre había alguna comida especial que no se comía entre semana, siendo los platos de arroz caldoso o sopa de menudillos y los pucheros de carne o pescado y el sofrit pagès los platos típicos de estos días.
Asombrosa tu memoria; pero ¿no recuerdas que en la parte Este del paseo de Vara de Rey, había unos lavabos públicos con duchas? Ahí pegado, en la parte Sur, se puso la primera parada de taxis. ¿o estoy equivocado? ¡Ah! y de monaguillo yo me «forré». Pregúntaselo a Murtera. Un saludo