Kabil tenía unos caprichos que al parecer sólo los comprendía el gato, gato que merodeaba siempre por allí y que debido a su memoria encontraba la puerta del dormitorio abierta y en su interior la temperatura cálida que tanto le gustaba. Aquellos primeros días Kabil no cerraba la puerta para que se airease el dormitorio y el gato durante todo el invierno seguía su instinto hasta llegar a la litera, así que durante buena parte del año la habitación de Kabil olía como a heno y tierra y este olor le resultaba ligeramente agradable. Kabil empezó a apreciar aquel olor y en lugar de ventilar la estancia cada mañana ahora se afanaba en conservarlo en el dormitorio, que era el espacio por el que pagaba.
Con los años Kabil adquirió una mayor destreza por los perfumes y que llevaron su olfato a la máxima finura cuando observó atentamente los colores del paisaje de un cuadro que no descubrió por azar. Tal vez el aroma de la tierra pintada olía a después de lluvia y por tal motivo su nariz aparecía un poco más elevada que en los días anteriores. O aquellos claveles dibujados cerca de los blancos olieran a sándalo. Pero lo más sorprendente fue cuando Kabil nos aseguró que las bisbitas pintadas olían a grano. De ahí que una asombrosa gama de olores entraba por su nariz que por momentos pensábamos que se levantaba cada vez un poco más: las cerezas dibujadas en el lienzo olían a pachuli y el océano a lavanda y su nariz… más alta todavía.
Lo que ignoraba Kabil era que la fuente de todos los olores que por su nariz se filtraban y que él afirmaba una y otra vez que eran los aromas de aquel cuadro que respiraban, provenían de unos dosificadores de olores que ocultos estaban tras el tríptico de la sala para beneficio de unos perfumistas que inauguraban un negocio cercano y que ganancias aseguraban.
El día que Kabil se presentó con una pequeña caja, cuyo tamaño podría guardar, ciertamente, los días más valiosos de su vida y de la nuestra también y que nosotros de su interior sólo olimos a madera de pino, sostuvo que allí guardaba la esencia de todos los olores y que sería lo único que le precedería una vez que alcanzase las tierras de no sé quién dijo.
De esta suerte, Kabil, lleno de orgullo y nosotros un poco vencidos pues tanto cuadros como olores adquirimos sin saber más, salió a la calle con su cajita creyéndose gigante. Calle que más por destino político que por azar fue, presentaba un diseño vanguardista pues el mobiliario urbano y los jardines se engalanaron para tal ocasión y como si fuera un juego, los aspirantes a la compra de los cuadros tuvieron más suerte que nosotros y tan sólo compraron las fragancias que por sus narices más pronto sintieron o lograran en la perfumería de la esquina.
Jaume Torres