La nostalgia política. Aquel programa político que aún no existe, pero cuya ausencia provoca una nostalgia compartida.
El aquelarre ideológico de la globalización ha desencadenado una crisis de identidad política. Hasta hace poco, cada bando tenía claros los principios que definían y sustentaban sus posturas.
La derecha se asociaba con la tradición, defendiendo el orden, la estabilidad y la seguridad, además del individualismo y la responsabilidad personal. Económicamente, abogaba por el libre mercado y el capitalismo, aceptando desigualdades funcionales dentro de una estructura jerárquica. En contraste, la izquierda priorizaba la igualdad, la justicia social y el progreso cultural, promoviendo el bien común por encima de los intereses individuales. Apostaba por un Estado regulador que garantizara derechos sociales como la educación y la sanidad universales, así como la protección de los derechos laborales. Aunque no siempre de forma absoluta, las clases acomodadas tendían hacia la derecha, mientras que las subalternas se identificaban con la izquierda. Hoy en día, sin embargo, nos encontramos con un desconcertante batiburrillo.
La caída del Muro de Berlín en 1989 desmanteló los bloques rígidos que habían definido el orden político global. Este cambio dio paso a un leviatán despiadado: el neoliberalismo. Esta corriente, impulsada principalmente por Estados Unidos y el Reino Unido, promovía la reducción del intervencionismo estatal, la privatización de empresas públicas, la desregulación de mercados y la disminución de impuestos, bajo la premisa de que los mercados libres y la competencia eran los motores más eficientes para el crecimiento económico.
Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos, rezando al leviatán, encarnaron esta transformación. Thatcher privatizó sectores estratégicos como la electricidad, el transporte y las telecomunicaciones, reduciendo el tamaño del Estado y desregulando los mercados financieros. Reagan, bajo el lema “El gobierno es el problema”, implementó recortes fiscales y desregulaciones similares, fomentando un crecimiento económico en pequeñas élites que, sin embargo, exacerbó la desigualdad y la polarización social. Este paradigma se extendió globalmente, promovido por instituciones como el FMI, que condicionaron sus préstamos a reformas neoliberales.
En España, al “sacudir la piel del toro” para modernizar el país, Felipe González adoptó medidas similares. A pesar de liderar un partido socialista, no dudó en impulsar privatizaciones como las de Repsol, Telefónica y Endesa, con el objetivo de cumplir con los estándares impuestos más allá de los Pirineos. Estas reformas consolidaron el modelo neoliberal en España, aunque a costa de tensiones internas y contracciones que empezaron a erosionar la fe política, eso sí, hablando en inglés.
Con el tiempo, el leviatán comenzó a cojear y las deficiencias del neoliberalismo se hicieron evidentes. La crisis financiera de 2008 puso de manifiesto los peligros de la desregulación: el aumento de la desigualdad, la concentración de la riqueza en manos de una élite y el creciente empobrecimiento de las clases medias y bajas. Este descontento provocó movimientos populistas en ambos extremos del espectro político.
Hoy el mundo parece vacilar. La derecha oscila entre el liberalismo económico y el nacionalismo populista, mientras que la izquierda se debate entre el reformismo socialdemócrata y posturas más radicales. Ambas corrientes enfrentan tensiones internas: la derecha, por cuestiones como los derechos de las mujeres y la comunidad LGBTQ+; la izquierda, por la falta de una agenda común que unifique sus diversas corrientes, desde socialdemócratas hasta ecologistas y comunistas. Estas divisiones han dificultado la articulación de propuestas coherentes, llevando a muchos a no saber claramente en qué bando están o quién les representa. Es un escenario sumamente abstracto, ausente de figuras claras y definidas que inspiren confianza.
Esta fragmentación y crisis de identidad en ambos bandos está causando una pérdida de fe política. Y sin política que gestione el poder, el poder anda descontrolado, haciendo de las suyas a diestro y siniestro.