Hace unos días me vino a ver un familiar. Vino de la península, se quedó varios días, que dan para hacer un poco de todo, incluso compartir impresiones y reflexiones. Una mañana, mientras me tomaba el primer té, le pregunté si iba a votar; él estaba mirando su perfil de Instagram en ese momento, levantó la cabeza, me miró patidifuso, noté que se pensó la respuesta unos segundos, luego se escurrió por la tangente, con el mantra aquel de: «no hay nadie que me represente».
Él acaba de entrar en la veintena y, además, tiene éxito en las redes, ha hecho de modelo y cosas de esas y unos cuantos likes supongo que le han hecho sentirse bastante a gusto consigo mismo, se gusta. En ese momento consideró la idea de que quizás esa necesidad de falsa aceptación conduzca a que no haya una necesidad de compromiso ideológico.
Al día siguiente, recibí una llamada de una familiar mía, que recientemente ha cumplido la mayoría de edad y, por lo tanto, ya puede votar. ¿Tiene, puede, debe? En fin, eso ya es otra pregunta.
Por rebote de lo acontecido el día anterior me vi preguntado lo mismo, si iba a votar. Noté, por la pausa en su respuesta, que estaba con la “atención dividida” que le llaman a nivel técnico los psicólogos, es decir, tenía puesto el altavoz en el teléfono y estaba contestando wasaps a la par que hablábamos. Eso me llevó a tener que repetir la pregunta, esta vez con un tono forzado. Ella se aplica y me responde: «Todos los políticos mienten». Otro tópico al uso de cuñao, que me revuelve un poquito, la verdad.
Ahí me veo dándole mi opinión al respecto. Primero le reitero esto que acabo de decir, que me parece cuanto menos un recurso bastante de cuñao y que mentir ¿qué es mentir? sino seducir, que siempre van de la mano desde el principio de los tiempos. Ella me responde con un: ¿Y tú a quién vas a votar papá? Le respondo que aquí en Ibiza no votamos partidos, aunque también, pero en su mayoría votamos personas. Que es lo que ocurre en los sitios donde hay pocos habitantes. Ella me responde con un: «Sí, pero no me has dicho a quién vas a votar». Hasta dónde yo llego, crecí con la educación de no preguntar a quién votas, se podía intuir. Si veías un tipo comprando un paquete de Marlboro a doscientas cincuenta pesetas en la máquina Azcoyen con un palillo de dientes en la boca, chaqueta militar, botas negras y pelo rapado pues te podías imaginar cuál sería su voto. Pero lo máximo que le preguntabas es si te invitaba a un cigarrillo. Lo que no hacías era esa pregunta. Después de esta chapa, mi hija me contesta: «vale, vamos, que vas a votar a …».
Cuando colgué el teléfono me quedé un rato reflexivo, considerando mi pregunta ¿Van a ir a votar?, porque se nota, se percibe de lejos esa falta de compromiso y responsabilidad para con el voto en estas nuevas generaciones. Puede que estén tan provistos de elementos disuasivos que hacen que ni siquiera quepa la idea de la importancia que tiene dedicar un rato a contribuir en ese ejercicio de entender cuánto de necesario es. Como ese acto de «Votar” es de una trascendencia mucho más relevante de lo que aparenta. También consideré mi incompetencia para hacer que los míos se den cuenta. Por ahí decidí tirarme al fango y escribir este artículo, para si cabe, de alguna manera, que a alguna o alguno le provoque un poquito y se interese y vaya a votar, que la verdad, como dice una política de este país: Votar no es solo nuestro derecho es nuestro Poder.