@V. Torres / No interpreten mal el titular de este artículo: no tengo ningún problema con los hombres ni con mi propia condición. Faltaría más. Pero hay días en los que levantarse con un cromosoma determinado se hace tremendamente pesado. Ayer escuchaba en la radio la historia de una mujer maltratada durante más de una década por su marido, un ser despreciable que la anuló en todos los sentidos, la aisló socialmente y consiguió distanciarla de su familia y sus amigos más cercanos. El muy canalla convirtió su vida en una película de terror. Su odisea conmovió a los jueces de la Audiencia Provincial de Vitoria, todos ellos con décadas de experiencia, que lo condenaron con pasar ocho años entre rejas. Las palizas son habituales en muchas de estas historias y, por desgracia, hemos aprendido a que su aparición en el relato no nos desgarre las entrañas.
La del maltratador es la representación más cruel de la violencia machista, pero en Ibiza hemos conocido durante esta semana otra de las formas en las que se representa en sociedad esta lacra. De machitos va la cosa. Un tipejo que aprovechó su trabajo de informático en el Consell para robar y llevarse a casa fotos de las partes íntimas de compañeras.
En una semana en la que nos ha aparecido la memez semántica de la ‘portavoza’, nadie se ha extrañado de que los titulares no reflejaran a una informática. A nadie le sorprende una paliza a una mujer maltratada y a nadie pone el grito en el cielo al enterarse de que el acosador sea un hombre. A nadie le sorprende que un hombre convierta su teléfono móvil en un arma con fines espurios. A nadie le sorprende que ser mujer te convierta en presa en la intimidad del trabajo. Y cada vez que lo pienso siento vergüenza de ser hombre, no puedo evitarlo.