La modernidad igualitaria tiende al más bajo denominador común. Ya que hay patanes que no saben beber a bordo de un avión (tampoco fuera, pero esa es otra cuestión), proyectan metamorfosearnos en abstemios de altos vuelos. Es el nuevo totalitarismo del todos iguales, todos jodidos. ¡Qué gran error! Una copa volando sienta divinamente y ayuda a combatir el síndrome de clase turista que provocan las compañías recortando gastos en materias fundamentales, como son el recambio y limpieza de filtros de aire.
Una copa a tiempo nos salva de los aburridos retrasos, de la falta de explicaciones de un personal que se comporta con patente de corso comercial, del vecino lenguaraz de culo paquidérmico, de la histeria de las turbulencias…
Pero las prohibiciones son la tónica (sin ginebra) de una sociedad que se declara libre. Sin embargo, la responsabilidad individual es un concepto cada vez más diluido, y no solo en política. La democracia no tiene porque hacer pagar a justos por pecadores, sino hacer cumplir unas elementales normas de comportamiento y meter en vereda a quien se las salte.
Y si, como proponen algunas compañías anglocabronas de bajo coste y más bajo trato, o burrócratas isleños sin imaginación, prohíben el alcohol en los vuelos a Ibiza, tendremos que ir a la Gran Bretaña a la antigua, navegando, tal vez haciendo un corte mangas a los monos de Gibraltar (sana costumbre que seguía Don Juan) o cruzando a nado el Canal de la Mancha.
Indigna la fácil prohibición cuando las compañías aéreas cada vez tratan peor a sus clientes. Los casos de overbooking se repiten en estas fechas calientes. Recuerdo el caso de una pasajera que llegó dos horas antes de la salida de su vuelo. En facturación, con la maleta ya rodando por la cinta del mostrador, le comunicaron que no estaban seguros de si podría embarcar. Ante la justa indignación del cliente, una azafata hizo hincapié en que era más seguro facturar por Internet. Cuando vio que la pasajera se indignaba todavía más, la azafata amenazó con llamar a seguridad. La pasajera respondió: “Háganlo, que yo llamaré a la Guardia Civil, y como no me dejen subir a ese avión les voy a poner una denuncia de ordago”.
Al final la pasajera subió al avión, cuyo carísimo pasaje había pagado días antes, y se tomó un triple gin-tonic. Un apuesto viejo sentado a su lado la felicitó: “¡Bravísima! Lo ha logrado por protestar. Esta gente está acostumbrada a los borregos. Hoy en día solo tratan decentemente a los políticos y a los millonarios”.
Por Jorge Montojo