“A veces sucede así en la vida: cuando son los caballos los que han trabajado, es el cochero el que recibe la propina”. Esta frase, aplicable a multitud de situaciones, se atribuye a la escritora británica de suspense Daphne du Maurier, cuyas novelas inspiraron unas cuantas películas del gran Alfred Hitchcock. Sin embargo, también nos sirve de partida para introducir un tema tan interesante como pintoresco y no exento de polémica: las propinas.
Lo primero que me viene a la cabeza en alusión a la propina, si tenemos que empezar por el peldaño más bajo del escalafón, es Goa, el antiguo santuario hippy de la India al que emigraron buena parte de los melenudos que se establecieron en Ibiza en los años setenta, para seguir viviendo su utopía de nudismo, sexo libre y drogas en las extensas playas de Oriente.
Hoy, aquellos turistas tan llamativos han sido sustituidos por otros, en buena parte potentados locales, que aterrizan en la región con unos intereses bien distintos a los que tenían los hippies. En la India está prohibido apostar en tierra firme, pero a finales de los 90 un inversor avezado descubrió una fisura en la estricta ley del juego. ¿Y si en vez de hacerlo en tierra ocurriese en el agua? En un breve periodo de tiempo, los casinos flotantes proliferaron como medusas fosforescentes por la costa de Goa. El Deltin Royale probablemente sea el más lujoso y reputado de todos ellos y se encuentra varado junto a la ribera del río Mandovi. Sobre su cubierta, bajo el cielo tropical de Panaji, la capital de Goa, los tahúres bailan entre apuesta y apuesta al son del ‘Hotel California’ de los Eagles.
Junto al muelle, a la salida del casino, siempre hay una legión de mendigos harapientos, flacos y fibrosos, muchos de ellos ancianos. Todos depositan la esperanza de su sustento en la generosidad y necesidad de ostentación, bien regada con abundante alcohol por el “todo incluido” de a bordo, del turista ludópata que ha tenido una buena noche. Es el aguinaldo del indigente.
La propina hay que situarla un escalón más arriba y podemos definirla como el dinero que se entrega voluntariamente, más allá del importe convenido como pago por un servicio determinado. Con las propinas, de hecho, se puede acabar reuniendo otro sueldo. La misma palabra, sin embargo, se usa también como sinónimo de “bis”, que es la extensión de un concierto más allá del programa establecido como cortesía hacia el público, y que normalmente se traduce en dos piezas extra.
En Ibiza, desde las primeras décadas del turismo hasta hoy en día, la propina ha desempeñado un papel esencial y, además, ha constituido una motivación principal para muchos profesionales del sexto turístico y la hostelería. Un hotel, un restaurante o una sala de fiestas donde las propinas abundan y son generosas constituye un objeto de deseo para el empleado, que tradicionalmente ha buscado completar su sueldo o incluso doblarlo a través de la generosidad del cliente o el huésped, en contraprestación por la simpatía y el trabajo bien hecho. Aquellos que atendían allá donde las propinas eran generosas, su puesto parecía disfrutar de un valor añadido: el camarero del Montesol, el barman del Hotel Palmyra, el relaciones públicas de Pachá, el encargado del restaurante Dos Lunas…
La tradición de la propina en aquellas primeras décadas del turismo en Ibiza desembocó en el trapicheo de la venta de postales y entradas de discotecas, así como reservas en restaurantes, en las recepciones de los hoteles. Lo habitual es que el asunto se lo guisaran y comieran los propios recepcionistas, sin intervención de la dirección. Sin necesidad de citar a personas concretas, puedo asegurar que a algunos se les daba tan bien que con los beneficios obtenidos se construyeron una casa, compraron un piso o formaron una familia sin necesidad de pasar por la guillotina de las hipotecas.
¿Cómo evaluar el valor emocional y cuantitativo de la propina? Constituye una señal de agradecimiento y bonanza, pero cuidado, porque si no está a la altura del personal o el nivel del establecimiento, automáticamente se te etiquetará de agarrado. Y, muy al contrario, si te pasas de generoso, el receptor de la propina lo puede llegar a interpretar como un síntoma de arrogancia. En algunos países la propina incluso es obligatoria, como el ‘tip’ inglés, el ‘pourboire’ francés, el ‘trinkgeld’ alemán, el ‘argent de poche’ suizo o la ‘mancia’ italiana.
Las propinas más cómplices y sospechosas son las invisibles, donde únicamente intervienen unos billetes doblados, que pasan de una mano a otra a través de un sencillo apretón. Muy al contrario, los servicios que se prestan desde la administración no admiten tales compensaciones. Por ejemplo, si vas a urgencias a que te hagan un vendaje, ofrecer una propina está mal visto y hasta resulta éticamente reprobable. Sin embargo, cuando se utiliza un servicio público como el taxi, casi es una obligación.
Hay multitud de jugosas anécdotas relacionadas con las propinas. En Space, al llevar la cuenta a un grupo que ocupaba un privado, el cliente añadió al ticket, de su puño y letra, la cantidad de 5.000 €. Una propina extraordinariamente generosa para las personas que le atendieron. Este alarde nos obligó a buscar asesoramiento, porque el personal tenía que recibir aquello que legítimamente le correspondía, pero el cobro, aguinaldo incluido, se hizo con IVA. Al final una gestoría nos ayudó a encontrar una solución equilibrada, pero hubo que darle unas cuantas vueltas.
Uno de los grandes reyes de la propina que han existido, un personaje casi mítico, era el portero del Café Gijón, en la madrileña calle de Recoletos. Aquel hombre, ya fallecido, no solo controlaba la puerta, sino que además ejercía de recadero, confidente y conseguidor de todo lo humano y lo divino, además de ejercer desde el mismo puesto como vendedor de lotería y eficaz limpiabotas. No solo vivía desahogadamente gracias a las propinas, sino que además era considerado una institución por los intelectuales y bohemios que participaban en las tertulias de aquel templo de la cultura.
La tercera historia, bajo mi punto de vista la más emblemática, es la del banquero Alfonso Escámez, nacido en Águilas en 1916, que empezó de botones a los 12 años en el Banco Internacional de Industria y Comercio, debido al repentino fallecimiento de su padre, que era comerciante de pescado. Con las propinas fue invirtiendo en acciones del banco y poco a poco fue escalando posiciones, hasta alcanzar la presidencia del Banco Central, que en los años cuarenta había absorbido aquella entidad en la que había empezado. Se jubiló en el cargo y, entonces, el Rey Juan Carlos I le concedió el Marquesado de Águilas.
La propina más llamativa y escandalosa que se ha dado en Ibiza es un intangible y se llama música. Se puede consumir durante las comidas, en los restaurantes de las playas, mientras se degustan manjares exquisitos durante el día y el tardeo. Pero, según avanzan las horas, el tono va subiendo y acelerando los biorritmos del cliente, para que separe el culo del asiento y se ponga a bailar. El baile es la propina que, en este caso, recibe el cliente, pero siempre acaba volviéndose en su contra, al menos desde el punto de vista económico.
Esta propina del baile tiene su cénit en el mayor regalo que un empresario ha recibido jamás en nuestra tierra, por parte de la Administración. Me refiero a la Ley Turística de 2012, que sirvió como coartada para convertir la terraza de un hotel, sin techo ni paredes, en una macrodiscoteca para 10.000 personas, a las que desde entonces se ha cobrado una entrada, a cambio de un espectáculo de música electrónica que no se diferencia de los que habitualmente se programan en las discotecas al uso, insonorizadas, cubiertas y con su preceptiva licencia. Podemos considerarla la mayor propina en la historia de nuestra isla, el negocio más lucrativo jamás concebido y el agravio comparativo más descarado al que en esta isla hemos podido asistir.
Pepe Roselló
Genial…
Y luego van y se quejan de que les roban su dinero negro depositado en su caja fuerte antes de ser enviado a un paraiso fiscal…
Hay tantas cosas que no se entienden:
Una terraza se hotel convertida en discoteca.
Un granero (es lo que era el DC 10) convertido en una gran discoteca. Además en una zona protegida , y pegada a la pista del aeropuerto.
Chiringuitos de playa que se desmontaban en invierno convertidos súper restaurantes de lujo.
Es un desastre, no entiendo como se permiten estas barbaridades, o si que lo entiendo, por las PROPiNAS