Había algo en el modo de Errejón, una mezcla de intelecto y superioridad, como si el simple acto de respirar estuviera reservado solo para tipos como él, con esos ojos cargados de una confianza casi malsana. Lo suyo era una especie de exceso calculado, un lujo mental que pocos logramos. Parece ser que siempre había alguien en la esquina que lo observaba con una mezcla de incomodidad y fascinación. En las pausas, se callaban que Errejón era un hombre de voluntad incontenible, de esas que se alimentan de la magnitud de su propia imagen. También se callaban que había un aire de peligro a su alrededor por su incapacidad para la empatía, como si la presencia de los otros no tuviera más propósito que el de servirle de espejo. Era preciso en su manipulación, y al hablar, incluso en los tonos amables, uno podía entrever cierta crueldad, como si en cualquier momento pudiera clavar la frase precisa.
Pero, por supuesto, un hombre como él no puede existir sin un profundo trastorno. No cualquier trastorno: narcisismo a lo bruto. Quizás, en su mente, los demás somos un público cautivo y su atención, un tributo merecido; y él, desde el fondo de su propia grandeza, calcula y usa a su antojo. En el fondo, todo esto para él es o era un teatro, y todos, involuntariamente, ocupábamos nuestro lugar en la platea de sus devaneos de excelencia .
Porque, ¿sabes qué pasa? El ser humano tiene una parte muy sugestionable, esa parte ingenua que parece estrictamente proporcional a la mayoría de la multitud.
En una cadencia lenta y pausada, de pensamientos turbios que apenas encierran reposo, lo de Errejón no me ha sorprendido; qué va, he aprendido a no sorprenderme con la naturaleza de quienes se dedican a la política. Lo que sí es que me ha ofendido, profundamente. Y por eso, no sé si destituirlo de sus cargos políticos es una condena a la medida para un personaje de esta índole.
Qué fácil: echarlo, retirarlo de la vida pública como quien barre el polvo. Esto es muy propio del teatrillo de la política moderna, justicia y espectáculo confundidos. Y digo yo, ya puestos en el espectáculo, ¿por qué no en pleno Paseo de la Castellana? Una versión madrileña de Cersei Lannister, es decir, Errejón, despojado y humillado en un desfile de escarnio público con su rostro de niño enrojecido, mientras la multitud —encendida, airada, expectante— repite al unísono el grito: “¡Vergüenza!”. En mi propia indignación, me descubro entre esa multitud, parte del pulso del pueblo, con el corazón queriendo, desesperadamente, sentir una forma de catarsis que me despoje de este sentimiento de ofensa por tipejos así de sinvergüenzas.