Se sentían preparados para ello, aunque al final el batacazo ha sido histórico y humillante. Brasil quiso organizar el Mundial que anoche acabó para ellos para lavar la afrenta de 1950, cuando un pequeño país vecino, Uruguay, les ganó la final y les arruinó la fiesta. Las consecuencias de aquella derrota fueron dramáticas, con varios miles de aficionados que se suicidaron y los protagonistas, en especial el meta Moacir Barbosa, tratados como apestados. Nadie se esperaba una cosa así, y hasta el extremo izquierdo Francisco Aramburu “Chico” me enseñó la invitación recibida del Gobierno brasileño dos días antes de celebrarse el partido para asistir a la cena de gala conmemorativa del evento.
Para Brasil aquello fue una lección y una herida abierta que no ha cicatrizado hasta la paliza histórica ante Alemania. Porque si una mancha de mora con otra mora se quita, el 1-7 ha borrado de la memoria colectiva el 1-2 de 1950 para erigirse en el trauma más importante jamás sufrido por selección alguna en una semifinal y peor aún: siendo los anfitriones. Sus protagonistas -menos mal que la mayoría de ellos juegan en Europa- no tendrán el perdón de la torcida mientras vivan y la Confederación Brasileña de Fútbol no volverá a organizar un Mundial. El anterior escarmiento ha durado sesenta y cuatro años. Este será definitivo.
Todos los que hemos visto este Mundial 2014 estaremos de acuerdo que el 1-7 fue un accidente, como fue un accidente el 5-1 de Holanda a España, pero también estaremos de acuerdo en que Brasil no tenía, no tiene, potencial suficiente como para aspirar aún jugando en casa al triunfo final. El fútbol brasileño ha perdido su identidad, se ha europeizado al máximo y está en plena decadencia. El cambio empezó en los años setenta con la irrupción de un preparador físico que luego en 1978 sería seleccionador, Claudio Coutinho, introductor en Brasil del “test de Cooper” y amante de la fuerza física antes que la técnica. Con él los jugadores corrían como motos, pero salvo Dirceu mostraban poco talento.
Tenía 42 años cuando Coutinho murió en 1981 practicando el buceo enfrente de la playa de Ipanema. Le sustituyó Telé Santana y en el España 1982 la selección brasileña siguió su proceso de europeización de su fútbol puesto que sus principales jugadores estaban en Europa. Esto no gustaba a los aficionados brasileños, pero el equipo, sostenido siempre por alguna figura de relieve –despues de Pelé, Zico, y luego Romario y Ronaldo, ahora Neymar—se iba manteniendo a buen nivel. En 2002, con Luis Felipe Scolari “Felipao” en el banquillo, Brasil ganó el Mundial de aquél año venciendo precisamente a Alemania. Era su quinto título conquistado gracias a la fortaleza defensiva, ya que Scolari situó tres centrales (Roberto Junior, Edmilson y Lucio), dos mediocentros de contención (Gilberto Silva y Kleberson), aprovechando la velocidad de sus laterales, Cafú y Roberto Carlos, y delante una tripleta mágica de ataque: Ronaldinho, Ronaldo y Rivaldo.
Ahora, doce años después, Scolari se ha encontrado que sólo tiene dos figuras determinantes, Thiago Silva y Neymar, y ambos no estuvieron frente a Alemania. Demasiadas facilidades para una selección alemana que hoy intentará hacer historia frente a Argentina. No se pierdan el partido.
Totalmente de acuerdo: Brasil ha perdido su identidad futbolística y el «jogo bonito» ha dado paso al patadón y ténte tieso. Y, claro, querer imitar a los europeos sin serlo les ha costado el correctivo más serio de toda la historia de los Mundiales: 10 goles encajados en los dos últimos partidos, por 1 marcado.