No recuerdo que se representase allí ninguna ópera, pero si tomamos la palabra en su sentido original y literal de obra, el antiguo y hoy prácticamente desaparecido tratro Pereyra, aquel escenario-pantalla de nuestra infancia y adolescencia, sí que sirvió para dar a conocer al público ibicenco cientos, miles, casi millones de obras, algunas maestras y otras menores, pero obras al fin y al cabo, del cine y el teatro universal. El fantasma de todos sus protagonistas pulula hoy entre cascotes de obra, polvo -y no de estrellas- y trabajadores con muy poco respeto por ese legado tan inmaterial pero tan sólido como han acogido esas paredes a lo largo de su dilatada y brillante historia.
La imagen actual que ofrece hoy el edificio que acogió tantos sueños, algunos húmedos, me recuerda tristemente al Cinema Paradiso de aquella estupenda película italiana del mismo título que narraba con gran emotividad los momentos de esplendor y posteriores decadencia y demolición de un cine humilde, pero que conseguía elevar de su miseria a toda la población como extensión de la fábrica de sueños que es el cine. Al menos de la miseria moral e intelectual, que son las únicas que no tienen remedio. Al Pereyra iba la familia al completo con sus tarteras, sus botellas de gaseosa Riera -nuestra Casera insular- y los más pudientes con algún pastelillo o bandeja de lo mismo adquiridas en los vecinos Ca na Tura -hoy desaparecido- y el todavía vitalista y dulce Can Vadell.
Símbolos todos ellos y muchos más que por desgracia no caben en una Eivissa que inexorablemente ha dejado ya de existir y que merecen un espacio propio en próximas columnas. Es el progreso, opinan algunos. Es la decadencia, aseguran otros. Ni una cosa ni la otra, pienso yo. Es la evolución natural de una ciudad, Vila, a la que ya no es posible volver si no es con esas armas tan crueles que son la memoria y su hermana bastarda, la nostalgia. Es muy triste la desaparición del Pereyra tal como lo hemos conocido los ibicencos mayores de cuarenta años, pero la empresa propietaria merece un voto de confianza en su proyecto de remodelación y reconversión de la emblemática e histórica sala. Siempre que éste no se traduzca en una ostentosa horterada.
Por ahí vuelan levemente comentarios que apuntan a cabarets de lujo, casinos camuflados para jeques árabes, puticlubs ascendidos a la categoría de scorts en hammams cosmopolitas y no sé cuántas fantasías delirantes más que desvirtúan y devalúan la tradición de ese legendario cine de barrio. Aquella sí que era una sala democrática, en la que cabíamos todos, aunque divididos en categorías económicas: los más poderosos económicamente en plateas y palcos, los ciudadanos de a pie en el patio de butacas y la chiquillería casi descalza en aquel gozoso gallinero de la última planta. En aquellas alturas se comían pipas y se encendían los primeros cigarrillos amparados bajo el disfraz que procuraban el humo de los proyectores y la oscuridad reinante, a prueba de padres inquisidores.
Todos ellos, los espectadores, igualados por la dureza de las sillas y los bancos de tosca madera, de los que te levantabas con el cuerpo hecho un cuatro y las nalgas partidas en seis. Películas del Oeste, de romanos, de esgrima, de suspense, de toreros, de niños cantores, comedias blancas y algún que otro dramón lacrimógeno conformaban una programación muy agradable y a veces apasionante, teniendo en cuenta los tiempos que corrían, la que seguía cayendo, la moralidad hipócrita de la época y la voraz tijera de la censura, que no perdonaba un beso más allá del pico pero que dejaba pasar entusiásticamente todos los asesinatos, atentados, robos, torturas y demás banalidades muy queridas por aquellos esbirros de la dictadura.
Todo ello entre el griterío de los asilvestrados habitantes del gallinero, alertando al joven protagonista de los peligros que que se cernían sobre su repeinada cabeza y los silbidos contra los cortes a los besos y vete tú a saber qué indecencias más, que la imaginación no llegaba todavía tan lejos. El Pereyra vivió sus últimos tiempos con la llegada de la progresía al poder del Estado y con una sillería más confortable. Las obras maestras de Woody Allén, los milagros del destape, los entonces nuevos cineastas españoles y alguna pieza de poco arte y menos ensayo culminaron toda una época de servicio cultural a precios muy módicos.
Hubo un tiempo en que la localidad de la sesión de los lunes, con programa doble de mucho technocolorín, costaba siete pesetas, hoy unos centimillos de euro de los que nos devuelven en el super y con los que nunca sabemos qué hacer.
Y ahí siguen los fantasmas, entre escombros y confusión por su futuro. «¿Podremos volver a ocupar nuestro lugar en la pantalla?», se preguntan preocupados Gary Cooper -todavía hoy solo ante el peligro-, Cary Grant -el último gran galán-, Audrey Hepburn -desayunando con diamantes para la eternidad-, Marilyn Monroe -que jamás ha dejado de vivir arriba, como toda buena tentación-, Paul Newman -tras las huellas de la gata sobre el tejado de zinc, la entonces hermosísima Liz Taylor-, Doris Day -la eterna ingenua que sólo se acostaba con sus novios tras haber pasado por el altar-, Shirley Mclaine -pura seducción,- Marisol -por siempre un rayo de luz-, la Rocío Dúrcal prerranchera-, John Wayne -el boina verde más facha-, Grace Kelly -la princesa entronizada y prematuramente depuesta-, Jerry Lewis -¡Joder, qué tío!-, Louis de Funes -¡Caray con el abuelo!-, el psicótico Anthony Perkins, La Diligencia, Rebeca, La Violetera y, cómo no, el team infalible compuesto por Alfredo Landa, Concha Velasco, Gracita Morales, José Luis López Vázquez, Agustín González y toda la troupe de grandes cómicos españoles e imprescindibles.
Ahí están todos, reunidos en asamblea desde que el cine-teartro de la Marina cerró en falso con un ERE que dejó en la calle Comte Rosselló a todo un firmamento estelar hoy en las listas del paro más humillante. Ojalá que sea sólo temporal. Será bienvenido el nuevo Pereyra, aunque no nos dejen entrar la tartera camuflada de tupper ware ni la gaseosa Riera, aunque sea con la etiqueta de Moët Chandon, pero nunca olvidaremos el antiguo, tan familiar y entrañable como todos los lugares en los que aprendimos a soñar. Para siempre.
pinya, com casi sempre, enhorabona per l,article